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Autor: Patricio Osiadacz

Comentario al evangelio de hoy lunes 29 de febrero de 2016.

Ninguno es profeta en su tierra.
Cuaresma.
Ya se vislumbra el final del camino: la muerte en la cruz. Hagamos caso de las insistentes llamadas de Dios a la conversión. 
Por: Aníbal de Jesús Espino Rodríguez
Fuente: Catholic.net
Del santo Evangelio según Lucas 4, 24-30
En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: «En verdad os digo que ningún profeta es bien recibido en su patria». «Os digo de verdad: Muchas viudas había en Israel en los días de Elías, cuando se cerró el cielo por tres años y seis meses, y hubo gran hambre en todo el país; y a ninguna de ellas fue enviado Elías, sino a una mujer viuda de Sarepta de Sidón. Y muchos leprosos había en Israel en tiempos del profeta Eliseo, y ninguno de ellos fue purificado sino Naamán, el sirio». Oyendo estas cosas, todos los de la sinagoga se llenaron de ira; y, levantándose, le arrojaron fuera de la ciudad, y le llevaron a una altura escarpada del monte sobre el cual estaba edificada su ciudad, para despeñarle. Pero él, pasando por medio de ellos, se marchó.
Oración introductoria
Señor Jesús, al comenzar esta breve conversación contigo, quisiera actuar mi fe en tus palabras; mi esperanza, en tus promesas, y mi caridad, en tu inmenso amor por mí. Gracias, Señor, por ser quien eres. Gracias por cómo me tratas. Gracias por ser mi más grande bienhechor. Gracias, en fin, por todo; porque todo lo que soy y tengo, es gracia tuya.
Petición
Señor, te ruego que abras mi corazón a tus palabras, y que por medio de ellas, me decida por fin a ser generoso contigo. No quiero ser como esos hombres a los que visitaste en tu aldea y no te reconocieron. Quiero ser como aquellos otros, que, viéndote escondido detrás de un manto, supieron identificarte con corazón limpio.
Meditación del Papa Francisco
El Evangelio presenta la imagen de la viuda precisamente en el momento en el que Jesús comienza a sentir las resistencias de la clase dirigente de su pueblo: los saduceos, los fariseos, los escribas, los doctores de la ley. Y es como si Él dijera: Sucede todo esto, pero mirad allí, hacia esa viuda. La confrontación es fundamental para reconocer la verdadera realidad de la Iglesia que cuando es fiel a la esperanza y a su Esposo, se alegra de recibir la luz que viene de Él, de ser —en este sentido— viuda: esperando ese sol que vendrá.
Por lo demás, no por casualidad la primera confrontación fuerte que Jesús tuvo en Nazaret, después de la que tuvo con Satanás, fue por nombrar a una viuda y por nombrar a un leproso: dos marginados. Había muchas viudas en Israel, en ese tiempo, pero sólo Elías fue invitado por la viuda de Sarepta. Y ellos se enfadaron y querían matarlo.
Cuando la Iglesia es humilde y pobre, y también cuando confiesa sus miserias —que, además, todos las tenemos— la Iglesia es fiel. Es como si ella dijera: Yo soy oscura, pero la luz me viene de allí. Y esto nos hace mucho bien. Entonces recemos a esta viuda que está en el cielo, seguro, a fin de que nos enseñe a ser Iglesia de ese modo, renunciando a todo lo que tenemos y a no tener nada para nosotros sino todo para el Señor y para el prójimo. Siempre humildes y sin gloriarnos de tener luz propia, sino buscando siempre la luz que viene del Señor. (Cf Homilía de S.S. Francisco, 24 de noviembre de 2014, en Santa Marta).
Reflexión
El Señor nos muestra en el Evangelio la necedad de los hombres al escuchar la palabra de Dios. Jesús habla, en primer lugar, de dos extranjeros que recibieron la gracia de Dios: un leproso y una viuda. En ellos, están representados todos los leprosos, es decir, los pecadores, los que están infectados con la lepra del egoísmo, y por otra parte, nos muestra a la viuda, la figura del necesitado. A ambos, Dios presta su socorro, a ambos, los abraza con su inmenso amor.
Ahora, podemos preguntarnos por qué dice esto el Señor. ¿Qué encontró Jesús en su pueblo natal? ¿Incredulidad? Tal vez. ¿Soberbia? Quizás. Todo esto lo podemos suponer, pero lo que no podemos suponer es lo que se nos narra: ellos quisieron despeñarlo, lo quisieron matar. Jesús les reprochó el que no estuvieran abiertos a la acción de Dios, al divino amor que les tenía. Les recordó cómo hasta los extraños no eran ajenos a la caridad de Divina. Sin embargo, los nazarenos no estuvieron abiertos ni dispuestos para escuchar esas bellas palabras de Dios: Os amo.
Propósito
Hoy haré un acto de generosidad con aquella persona que me parece más antipática.
Diálogo con Cristo
Muchos leprosos y muchas viudas había en Israel; muchos pecadores y necesitados hay hoy en día en nuestro mundo, pero sólo visitaste y obraste, Señor, con los que se abrieron a tu amor. Yo convivo a diario contigo, Jesús; presencio cada día infinidad de tus milagros. No obstante, no quiero acostumbrarme a tu presencia y a tus milagros, no quiero tenerte como a un cualquiera. Por eso, te pido que abras, Jesús Bendito, mi corazón, y te ameré como nadie lo ha hecho jamás.
¡No tengáis miedo! ¡Abrid las puertas a Cristo! (Beato Juan Pablo II, 22 de octubre 1978)

EDD. LUNES 29 DE FEBRERO DE 2016.

Lunes de la tercera semana de Cuaresma
Segundo Libro de los Reyes 5,1-15a.
Naamán, general del ejército del rey de Arám, era un hombre prestigioso y altamente estimado por su señor, porque gracias a él, el Señor había dado la victoria a Arám. Pero este hombre, guerrero valeroso, padecía de una enfermedad en la piel.
En una de sus incursiones, los arameos se habían llevado cautiva del país de Israel a una niña, que fue puesta al servicio de la mujer de Naamán.
Ella dijo entonces a su patrona: «¡Ojalá mi señor se presentara ante el profeta que está en Samaría! Seguramente, él lo libraría de su enfermedad».
Naamán fue y le contó a su señor: «La niña del país de Israel ha dicho esto y esto».
El rey de Arám respondió: «Está bien, ve, y yo enviaré una carta al rey de Israel». Naamán partió llevando consigo diez talentos de plata, seis mil siclos de oro y diez trajes de gala,
y presentó al rey de Israel la carta que decía: «Al mismo tiempo que te llega esta carta, te envío a Naamán, mi servidor, para que lo libres de su enfermedad».
Apenas el rey de Israel leyó la carta, rasgó sus vestiduras y dijo: «¿Acaso yo soy Dios, capaz de hacer morir y vivir, para que este me mande librar a un hombre de su enfermedad? Fíjense bien y verán que él está buscando un pretexto contra mí».
Cuando Eliseo, el hombre de Dios, oyó que el rey de Israel había rasgado sus vestiduras, mandó a decir al rey: «¿Por qué has rasgado tus vestiduras? Que él venga a mí y sabrá que hay un profeta en Israel».
Naamán llegó entonces con sus caballos y su carruaje, y se detuvo a la puerta de la casa de Eliseo.
Eliseo mandó un mensajero para que le dijera: «Ve a bañarte siete veces en el Jordán; tu carne se restablecerá y quedarás limpio».
Pero Naamán, muy irritado, se fue diciendo: «Yo me había imaginado que saldría él personalmente, se pondría de pie e invocaría el nombre del Señor, su Dios; luego pasaría su mano sobre la parte afectada y curaría al enfermo de la piel.
¿Acaso los ríos de Damasco, el Abaná y el Parpar, no valen más que todas las aguas de Israel? ¿No podía yo bañarme en ellos y quedar limpio?». Y dando media vuelta, se fue muy enojado.
Pero sus servidores se acercaron para decirle: «Padre, si el profeta te hubiera mandado una cosa extraordinaria ¿no la habrías dicho? ¡Cuánto más si él te dice simplemente: Báñate y quedarás limpio!».
Entonces bajó y se sumergió siete veces en el Jordán, conforme a la palabra del hombre de Dios; así su carne se volvió como la de un muchacho joven y quedó limpio.
Luego volvió con toda su comitiva adonde estaba el hombre de Dios. Al llegar, se presentó delante de él y le dijo: «Ahora reconozco que no hay Dios en toda la tierra, a no ser en Israel. Acepta, te lo ruego, un presente de tu servidor».
Salmo 42(41),2-3.43(42),3-4.
Como la cierva sedienta
busca las corrientes de agua,
así mi alma suspira
por ti, mi Dios.
Mi alma tiene sed de Dios,
del Dios viviente:
¿Cuándo iré a contemplar
el rostro de Dios?
Envíame tu luz y tu verdad:
que ellas me encaminen
y me guíen a tu santa Montaña,
hasta el lugar donde habitas.
Y llegaré al altar de Dios,
el Dios que es la alegría de mi vida;
y te daré gracias con la cítara,
Señor, Dios mío.
Evangelio según San Lucas 4,24-30.
Cuando Jesús llegó a Nazaret, dijo a la multitud en la sinagoga: «Les aseguro que ningún profeta es bien recibido en su tierra.
Yo les aseguro que había muchas viudas en Israel en el tiempo de Elías, cuando durante tres años y seis meses no hubo lluvia del cielo y el hambre azotó a todo el país.
Sin embargo, a ninguna de ellas fue enviado Elías, sino a una viuda de Sarepta, en el país de Sidón.
También había muchos leprosos en Israel, en el tiempo del profeta Eliseo, pero ninguno de ellos fue curado, sino Naamán, el sirio».
Al oír estas palabras, todos los que estaban en la sinagoga se enfurecieron
y, levantándose, lo empujaron fuera de la ciudad, hasta un lugar escarpado de la colina sobre la que se levantaba la ciudad, con intención de despeñarlo.
Pero Jesús, pasando en medio de ellos, continuó su camino.
Comentario del Evangelio por 
San Ambrosio (c. 340-397), obispo de Milán y doctor de la Iglesia
De los sacramentos, 1.
La Cuaresma conduce al bautismo.
Te has acercado, has visto la fuente bautismal, has visto también al obispo cerca de la fuente. Y sin duda que ha venido a tu alma el mismo pensamiento que se insinuó en el de Naaman, el Sirio. Porque, aunque se vio purificado, sin embargo le entró la duda… Me temo que alguno haya dicho: «¿Sólo esto?». Sí, verdaderamente esto es todo; aquí hay toda inocencia, toda piedad, toda gracia, toda santidad. Tú has visto sólo lo que puedes ver con los ojos de tu cuerpo…; lo que no ves es mucho más grande…; porque lo que no se ve es eterno… ¿Hay algo más sorprendente que la travesía del Mar Rojo por los Israelitas, para no hablar ahora más que del bautismo? Y, sin embargo, todos los que lo atravesaron murieron en el desierto. Por el contrario, el que atraviesa la fuente bautismal, es decir, el que pasa de los bienes terrestres a los del cielo…, no muere sino que resucita.
Naamán era un leproso…   A su llegada el profeta le dijo: «Ves, baja al Jordán, báñate en él y te curarás». Se puso a pensar para sus adentros y se dijo: «¿Sólo esto? He venido desde Siria hasta Judea y me dice: Ves, baja al Jordán, báñate en él y te curarás. ¡Como si en mi país no hubiera ríos mucho mejores!» Sus servidores le dijeron: «Señor, ¿por qué no haces lo que te ha dicho el profeta? Es mejor que lo hagas y pruebes» Entonces se fue al Jordán, se bañó y salió curado.
¿Qué significa todo esto? Has visto agua, pero no toda agua sana; por el contrario, el agua que tiene la gracia de Cristo, cura. Hay una diferencia entre el elemento y la santificación, entre el acto y la eficacia. El acto se realiza con el agua, pero la eficacia viene del Espíritu Santo. El agua no sana si el Espíritu no hubiera descendido y consagrado esta agua. Has leído que cuando nuestro Señor Jesucristo instituyó el rito del bautismo, se llegó a Juan y éste le dijo: «Soy yo el que necesita que tú me bautices, ¿y tú acudes a mí?» (Mt 3,14)… Cristo bajó; Juan que bautizaba estaba a su lado; y he aquí que, en forma como de paloma, bajó el Espíritu Santo… ¿Por qué Cristo bajó el primero y después el Espíritu Santo? ¿Por qué razón? Porque no parezca que el Señor tiene necesidad del sacramento de la santificación: es él quien santifica, y es también el Espíritu el que santifica.
Fuente: Evangelizo.org

MENSAJE DEL PAPA DURANTE EL REZO DEL ANGELUS DE HOY.

El Papa en el ángelus: ‘¡Nunca es demasiado tarde para convertirse!’ 
TEXTO COMPLETO. El Santo Padre recordó este domingo la invencible paciencia de Jesús y su irreducible preocupación por los pecadores
•28 febrero 2016•Redaccion•El papa Francisco
Ángelus del 28 de febrero de 2016
(CTV)
https://es.zenit.org/articles/el-papa-en-el-angelus-nunca-es-demasiado-tarde-para-convertirse/
(ZENIT – Ciudad del Vaticano) Como cada domingo, el papa Francisco rezó la oración del ángelus desde la ventana de su estudio en el Palacio Apostólico, ante una multitud que le atendía en la plaza de San Pedro.
Dirigiéndose a los fieles y peregrinos venidos de todo el mundo, que le acogieron con un largo y caluroso aplauso, el Pontífice les dijo:
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Cada día, lamentablemente, las crónicas reportan malas noticias: homicidios, accidentes, catástrofes… en el pasaje evangélico de hoy, Jesús se refiere a dos hechos trágicos que en aquel tiempo habían suscitado mucha sensación: una represión cruel realizada por los soldados romanos dentro del templo; y el derrumbe de la torre de Siloé, en Jerusalén, que había causado dieciocho victimas (Cfr. Lc 13, 1-5).
Jesús conoce la mentalidad supersticiosa de sus oyentes y sabe que ellos interpretan este tipo de acontecimientos de modo equivocado. De hecho, piensan que, si aquellos hombres han muerto así, cruelmente, es signo que Dios los ha castigado por alguna culpa grave que habían cometido; como diciendo: “se lo merecían”. Y en cambio, el hecho de ser salvados de la desgracia equivalía a sentirse “bien”. Ellos se lo merecían; yo estoy bien.
Jesús rechaza claramente esta visión, porque Dios no permite las tragedias para castigar las culpas, y afirma que aquellas pobres víctimas no eran peores que los otros. Más bien, Él invita a sacar de estos hechos dolorosos una enseñanza que se refiere a todos, porque todos somos pecadores; de hecho, dice a aquellos que le habían interpelado: “Si no os convertís, todos pereceréis del mismo modo” (v. 3).
También hoy, frente a ciertas desgracias y a eventos dolorosos, podemos tener la tentación de “descargar” la responsabilidad en las víctimas o incluso en Dios mismo. Pero el Evangelio nos invita a reflexionar: ¿Qué idea de Dios nos hemos hecho? ¿Estamos realmente convencidos de que Dios es así, o esto no es más que nuestra proyección, un dios hecho “a nuestra imagen y semejanza”? Jesús, al contrario, nos invita a cambiar el corazón, a hacer una radical inversión en el camino de nuestra vida, abandonando los compromisos con el mal –y esto lo hacemos todos, ¿eh?, los compromisos con el mal–, las hipocresías –pero, yo creo que casi todos tenemos un poco, de hipocresía–, para retomar decididamente el camino del Evangelio. Pero está ahí, nuevamente, la tentación de justificarse: ¿De qué cosa debemos convertirnos? ¿No somos en fin de cuentas buenas personas –cuantas veces hemos pensado esto: pero, en fin de cuentas yo soy bueno, soy alguien bueno… y no es así, ‘eh?–, no somos creyentes, incluso bastante practicantes? Y nosotros creemos que así nos justificamos.
Lamentablemente, cada uno de nosotros se asemeja mucho a un árbol que, durante años, ha dado múltiples pruebas de su esterilidad. Pero, afortunadamente para nosotros, Jesús se parece a un agricultor que, con una paciencia sin límites, obtiene todavía una prórroga para la higuera infecunda: “Déjala todavía este año –dice el dueño– […] Puede ser que así dé frutos en adelante” (v. 9). Un “año” de gracia: el tiempo del ministerio de Cristo, el tiempo de la Iglesia antes de su regreso glorioso, el tiempo de nuestra vida, marcado por un cierto número de Cuaresmas, que se nos ofrecen como ocasiones de arrepentimiento y de salvación. Un tiempo de un Año Jubilar de la Misericordia. La invencible paciencia de Jesús, ¿Habéis pensado en la paciencia de Dios? Habéis pensado también en su irreducible preocupación por los pecadores. ¡Cómo debería conducirnos a la impaciencia contra nosotros mismos! ¡Nunca es demasiado tarde para convertirse! ¡Jamás! Hasta el último momento, la paciencia de Dios nos espera. Recordáis aquella pequeña historia de santa Teresa del Niño Jesús, cuando rezaba por aquel hombre condenado a muerte, un criminal, que no quería recibir la consolación de la Iglesia, rechazaba al sacerdote, no quería, quería morir así. Y ella rezaba, en el convento, y cuando aquel hombre está ahí, en el momento de ser asesinado, se dirige al sacerdote, toma el Crucifijo y lo besa. ¡La paciencia de Dios! ¡Lo mismo hace con nosotros, con todos nosotros! Cuantas veces, nosotros no lo sabemos, lo sabremos en el Cielo; pero cuantas veces nosotros estamos ahí, ahí, y ahí el Señor nos salva. Nos salva porque tiene una gran paciencia con nosotros. Y esta es su misericordia. Jamás es tarde para convertirnos, pero ¡es urgente, es ahora! Comencemos hoy.
La Virgen María nos sostenga, para que podamos abrir el corazón a la gracia de Dios, a su misericordia; y nos ayude a no juzgar jamás a los demás, sino a dejarnos interpelar por las desgracias cotidianas para hacer un serio examen de conciencia y arrepentirnos.
Al término de estas palabras, el Santo Padre rezó la oración mariana:
Angelus Domini nuntiavit Mariae…
Al concluir la plegaria, Francisco se refirió a la difícil situación de los refugiados que huyen de la guerra y pidió oraciones por Siria:
Queridos hermanos y hermanas,
mi oración, y ciertamente también la vuestra, tiene siempre presente el drama de los refugiados que huyen de las guerras y de otras situaciones inhumanas. En particular, Grecia y otros países que están primera línea les están dando una ayuda generosa, que requiere la cooperación de todas las naciones. Una respuesta coral puede ser eficaz y distribuir equitativamente los pesos. Por eso, es necesario apuntar con decisión y sin reservas a las negociaciones. Al mismo tiempo, he recibido con esperanza la noticia sobre el cese de las hostilidades en Siria, y os invito a todos a rezar para que este resquicio pueda dar alivio a la población sufriente y abra el camino al diálogo y a la paz tan deseada.
Asimismo, el Papa manifestó su cercanía a las víctimas del ciclón que ha azotado las Islas Fiyi:
También deseo asegurar mi cercanía al pueblo de las Islas Fiyi, duramente azotado por un ciclón devastador. Rezo por las víctimas y por quienes están comprometidos con las operaciones de socorro.
A continuación, llegó el turno de los saludos que tradicionalmente realiza el Pontífice:
Dirijo un cordial saludo a todos los peregrinos de Roma, de Italia y de otros países.
Saludo a los fieles de Gdansk, los indígenas de Biafra, los estudiantes de Zaragoza, Huelva, Córdoba y Zafra, los jóvenes de Formentera y los fieles Jaén.
Saludo a los grupos de polacos residentes en Italia; a los fieles de Casia, Desenzano del Garda, Vicenza, de Castiglione d’Adda y Rocca di Neto; así como a los numerosos jóvenes del Campamento de San Gabriele dell’Addolorata, acompañados por los Padres Pasionistas; los chicos de los Oratorios de Rho, Cornaredo y Pero, y a los de Buccinasco; y a la Escuela de las Hijas de María Inmaculada de Padua.
Saludo al grupo que ha venido con motivo del “Día de las Enfermedades Raras”, con una oración especial y mi aliento a vuestras asociaciones de ayuda mutua.
El Obispo de Roma terminó su intervención diciendo:
Os deseo a todos un buen domingo. No os olvidéis, por favor, de rezar por mí. ¡Buen almuerzo y hasta pronto!
(Texto traducido y transcrito del audio por ZENIT)

Comentario al evangelio de hoy domingo 28 de febrero de 2016.

Vengo a buscar fruto en esta higuera, y no lo encuentro.
Domingo de Cuaresma Ciclo C.
Ofrezcamos a nuestro Señor, con paciencia y amor, nuestros dolores. Él los premiará.
Por: P. Sergio A. Córdova LC
Fuente: Catholic.net
Del santo Evangelio según san Lucas 13, 1-9
En aquel mismo momento llegaron algunos que le contaron lo de los galileos, cuya sangre había mezclado Pilato con la de sus sacrificios. Les respondió Jesús: «¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que todos los demás galileos, porque han padecido estas cosas? No, os lo aseguro; y si no os convertís, todos pereceréis del mismo modo. O aquellos dieciocho sobre los que se desplomó la torre de Siloé matándolos, ¿pensáis que eran más culpables que los demás hombres que habitaban en Jerusalén? No, os lo aseguro; y si no os convertís, todos pereceréis del mismo modo». Les dijo esta parábola: «Un hombre tenía plantada una higuera en su viña, y fue a buscar fruto en ella y no lo encontró. Dijo entonces al viñador: «Ya hace tres años que vengo a buscar fruto en esta higuera, y no lo encuentro; córtala; ¿para qué va a cansar la tierra?» Pero él le respondió: «Señor, déjala por este año todavía y mientras tanto cavaré a su alrededor y echaré abono, por si da fruto en adelante; y si no da, la cortas.»»
Oración introductoria
Señor, te pido perdón por no hacer el suficiente esfuerzo para dar mayores frutos apostólicos, confío en que tu misericordia me proteja del desaliento y dilate mi corazón para corresponder generosamente a las innumerables gracias con las que colmas mi vida.
Petición
Señor, dame una fuerza de voluntad recia para cumplir siempre tu voluntad.
Meditación del Papa Francisco
La fe auténtica, abierta a los otros y al perdón, obra milagros. Dios nos ayuda a no caer en una religiosidad egoísta y empresaria. La higuera representa la esterilidad, una vida estéril, incapaz de dar nada. Una vida que no da fruto, incapaz de hacer el bien. Vive para sí, tranquilo, egoísta, no quiere problemas. Y Jesús maldice el árbol de la higuera, porque es estéril, porque no ha hecho lo suyo para dar fruto.
Representa a la persona que no hace nada para ayudar, que vive siempre por sí misma, para que no le falte nada. Al final estos se convierten en neuróticos. Y Jesús condena la esterilidad espiritual, el egoísmo espiritual.
Les invito a pedir al Señor que nos enseñe este estilo de vida de fe y que nos ayude a no caer nunca, a nosotros, a cada uno de nosotros, a la Iglesia, en la esterilidad. (Cf Homilía de S.S. Francisco, 29 de mayo de 2015, en Santa Marta).
Reflexión
San Lucas, el evangelista «historiador», se mete hoy de reportero. Los hechos que nos narra el Evangelio de este domingo parecen más noticias de «crónica», y perfectamente podrían haber sido publicadas en la primera página de todos los diarios del país. Y, si me permite el bueno de Lucas, incluso hasta adquiere un tono un poco «amarillista». Perdón, Lucas, pero lo digo con todo respeto y sin ningún afán de ser irreverente.
Hoy se nos cuenta que algunos vecinos anónimos se presentaron a Jesús a referirle la tragedia «de los galileos, cuya sangre vertió Pilato con la de los sacrificios que ofrecían». Nosotros no conocemos detalles de lo sucedido ni se nos reportan datos cronológicos. Tampoco sé si el historiador judío más famoso de la época, Flavio Josefo, diga algo al respecto en sus annales. Lo cierto es que se trataba de un hecho bastante conocido por todos y que tal vez debió haber ocurrido en fechas cercanas a esa conversación con nuestro Señor.
Y bien, Jesús toma enseguida la palabra y los interpela directamente –»a quemarropa», podríamos decir-: «Bueno, y pensáis que esos galileos eran más pecadores que los demás, porque acabaron así? ¡Pues no!». Y, no contento con comentar este hecho, trae a colación otro más, también trágico, y que sus interlocutores no se habían atrevido a mencionar: «Y aquellos dieciocho que murieron aplastados por la torre de Siloé, ¿pensáis que eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? ¡Pues yo os digo que no!». Aquí nuestro Señor está abordando un tema bastante candente para su auditorio: el sufrimiento del inocente.
En todas las épocas de la historia ésta ha sido una pregunta acuciante que ha sacudido la conciencia de los hombres. Más de cinco mil años de civilización -desde que surgieron las «grandes culturas»- y dos mil años de cristianismo no han sido suficientes para hacer «desaparecer» este problema, que hunde sus raíces en lo más profundo del espíritu humano y que constituye como una parte esencial de su misterio. Los espíritus más grandes de todos los tiempos -líderes religiosos, pensadores, filósofos, genios de la ciencia, talentos artísticos y literarios- han meditado en la realidad del sufrimiento, y aún hoy continúa siendo un misterio casi impenetrable.
Nos preguntamos con frecuencia, por ejemplo, por qué tantos seres humanos inermes e indefensos tienen que ser víctimas inocentes de las guerras y de las injusticias, de la opresión, del odio y la prepotencia, a veces ciega y brutal, de otros hombres como ellos. O por qué esas catástrofes naturales –terremotos, ciclones, volcanes, sequías, inundaciones, epidemias— que, para colmo, parece como si se abatieran precisamente sobre los más pobres y desprovistos de toda protección; o las tremendas tragedias ligadas, en cierta medida, a descuidos humanos más o menos dolosos –accidentes aéreos o ferroviarios, o de civiles que participan en eventos masivos de carácter social, deportivo, político o religioso y que terminan víctimas de la violencia, del terrorismo o de revueltas populares.
También a los contemporáneos de Jesús les impactó aquella tragedia de los galileos y el accidente de la torre de Siloé. Y se preguntaban el porqué de aquella desgracia. Los mismos apóstoles, cuando vieron a aquel ciego de nacimiento, le preguntaron a nuestro Señor: «Maestro, ¿quién pecó: éste o sus padres, para que naciera ciego?» (Jn 9, 2). A simple vista, la pregunta no era demasiado inteligente –¿cómo podía pecar si todavía no había nacido?- pero refleja muy bien la mentalidad y el sentir de su tiempo: el sufrimiento era siempre la consecuencia del pecado. Y, por tanto, era considerado como un castigo de Dios que se desencadenaba sobre los malos.
Ésta era, por lo demás, la creencia tradicional varios siglos antes de Cristo. El libro de Job nos retrata perfectamente esta situación. Y Dios, por boca del autor sagrado, trata de hacer ver que no es el pecado ni la culpa personal la causa del dolor y de las desgracias del justo. Dios tiene sus caminos, muchas veces oscuros e incomprensibles, para la pobre mente humana. Y uno de estos misterios es el sufrimiento.
¿Cuántas veces no hemos pensado así también nosotros, y nos hemos sentido «castigados» por Dios o tratados injustamente por Él cuando sufrimos? Muchas veces he escuchado esta frase en labios de algunas personas en la hora de la prueba: «¿Qué le he hecho yo a Dios para que me castigue de esta manera?».
Nuestro Señor ha negado rotundamente la idea de que el dolor es un castigo de Dios. Y al final concluye con esta sentencia: «Y si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera». Es una llamada directa a nuestra conciencia. Las desgracias ajenas han de ser para nosotros como una voz de alerta y una invitación a la conversión interior. Sobre todo en este período de Cuaresma, tiempo de gracia y de conversión.
Sería muy interesante, a este propósito, detenernos en la segunda parte del Evangelio de hoy, en la parábola de la higuera. Jesús cuenta esta historia para ilustrar la idea precedente. Pero se haría muy larga esta meditación. Baste, por ello, una sola palabra: Dios espera de nosotros frutos de buenas obras, de caridad y de misericordia. Si no producimos frutos de auténtica vida cristiana, seremos cortados y echados al fuego, como la higuera. Una de las finalidades más importantes del sufrimiento, en la pedagogía divina, es ayudarnos a dar frutos de santidad a los ojos de Dios.
Propósito
No nos rebelemos, pues, ni desfallezcamos. Ofrezcamos a nuestro Señor, con paciencia y amor, nuestros dolores. Él los premiará.
Diálogo con Cristo
Señor, que la higuera de nuestra vida se llene de flores y de frutos para la vida eterna. Yo estoy plenamente convencido de ello. Así nos lo enseñaste, Señor, con tu cruz y resurrección.

EDD. domingo 28 de febrero de 2016.

Tercer domingo de Cuaresma.
Libro del Exodo 3,1-8a.13-15.
Moisés, que apacentaba las ovejas de su suegro Jetró, el sacerdote de Madián, llevó una vez el rebaño más allá del desierto y llegó a la montaña de Dios, al Horeb.
Allí se le apareció el Angel del Señor en una llama de fuego, que salía de en medio de la zarza. Al ver que la zarza ardía sin consumirse,
Moisés pensó: «Voy a observar este grandioso espectáculo. ¿Por qué será que la zarza no se consume?».
Cuando el Señor vio que él se apartaba del camino para mirar, lo llamó desde la zarza, diciendo: «¡Moisés, Moisés!». «Aquí estoy», respondió el.
Entonces Dios le dijo: «No te acerques hasta aquí. Quítate las sandalias, porque el suelo que estás pisando es una tierra santa».
Luego siguió diciendo: «Yo soy el Dios de tu padre, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob». Moisés se cubrió el rostro porque tuvo miedo de ver a Dios.
El Señor dijo: «Yo he visto la opresión de mi pueblo, que está en Egipto, y he oído los gritos de dolor, provocados por sus capataces. Sí, conozco muy bien sus sufrimientos.
Por eso he bajado a librarlo del poder de los egipcios y a hacerlo subir, desde aquel país, a una tierra fértil y espaciosa, a una tierra que mana leche y miel, al país de los cananeos, los hititas, los amorreos, los perizitas, los jivitas y los jebuseos.
Moisés dijo a Dios: «Si me presento ante los israelitas y les digo que el Dios de sus padres me envió a ellos, me preguntarán cuál es su nombre. Y entonces, ¿qué les responderé?».
Dios dijo a Moisés: «Yo soy el que soy». Luego añadió: «Tú hablarás así a los israelitas: «Yo soy» me envió a ustedes».
Y continuó diciendo a Moisés: «Tu hablarás así a los israelitas: El Señor, el Dios de sus padres, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob, es el que me envía. Este es mi nombre para siempre y así será invocado en todos los tiempos futuros.
Salmo 103(102),1-2.3-4.6-7.8.11.
Bendice al Señor, alma mía,
que todo mi ser bendiga a su santo Nombre;
bendice al Señor, alma mía,
y nunca olvides sus beneficios.
El perdona todas tus culpas
y cura todas tus dolencias;
rescata tu vida del sepulcro,
te corona de amor y de ternura.
El Señor hace obras de justicia
y otorga el derecho a los oprimidos;
él mostró sus caminos a Moisés
y sus proezas al pueblo de Israel.
El Señor es bondadoso y compasivo,
lento para enojarse y de gran misericordia;
Cuanto se alza el cielo sobre la tierra,
así de inmenso es su amor por los que lo temen;
Carta I de San Pablo a los Corintios 10,1-6.10-12.
Porque no deben ignorar, hermanos, que todos nuestros padres fueron guiados por la nube y todos atravesaron el mar;
y para todos, la marcha bajo la nube y el paso del mar, fue un bautismo que los unió a Moisés.
También todos comieron la misma comida y bebieron la misma bebida espiritual.
En efecto, bebían el agua de una roca espiritual que los acompañaba, y esa roca era Cristo.
A pesar de esto, muy pocos de ellos fueron agradables a Dios, porque sus cuerpos quedaron tendidos en el desierto.
Todo esto aconteció simbólicamente para ejemplo nuestro, a fin de que no nos dejemos arrastrar por los malos deseos, como lo hicieron nuestros padres.
No nos rebelemos contra Dios, como algunos de ellos, por lo cual murieron víctimas del Angel exterminador.
Todo esto les sucedió simbólicamente, y está escrito para que nos sirva de lección a los que vivimos en el tiempo final.
Por eso, el que se cree muy seguro, ¡cuídese de no caer!
Evangelio según San Lucas 13,1-9.
En ese momento se presentaron unas personas que comentaron a Jesús el caso de aquellos galileos, cuya sangre Pilato mezcló con la de las víctimas de sus sacrificios.
El les respondió: «¿Creen ustedes que esos galileos sufrieron todo esto porque eran más pecadores que los demás?
Les aseguro que no, y si ustedes no se convierten, todos acabarán de la misma manera.
¿O creen que las dieciocho personas que murieron cuando se desplomó la torre de Siloé, eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén?
Les aseguro que no, y si ustedes no se convierten, todos acabarán de la misma manera».
Les dijo también esta parábola: «Un hombre tenía una higuera plantada en su viña. Fue a buscar frutos y no los encontró.
Dijo entonces al viñador: ‘Hace tres años que vengo a buscar frutos en esta higuera y no los encuentro. Córtala, ¿para qué malgastar la tierra?’.
Pero él respondió: ‘Señor, déjala todavía este año; yo removeré la tierra alrededor de ella y la abonaré.
Puede ser que así dé frutos en adelante. Si no, la cortarás'».
 
Comentario del Evangelio por  San Nersès Snorhali (1102-1173), patriarca armenio. Jesús, Hijo único del Padre §677-679; SC 203
«Quizá dará fruto en el futuro»
No me maldigas como a la higuera (cf Mt 21,19),
aunque me parezco al árbol estéril,
por miedo a que el follaje de la fe,
sea desecado con el fruto de mis obras.
Mas fíjame en el bien,
como el sarmiento sobre la vid santa,
del que se ocupa tu Padre celestial (Jn 15,2)
y que hace fructificar el Espíritu por el crecimiento.
Y el árbol que soy, estéril en frutos sabrosos,
pero fecundo en frutos amargos,
no lo arranques de tu viñedo,
pero cámbialo, cavando en el estiércol.

Segunda Predicación de Cuaresma a la Curia Romana por el Padre Raniero Cantalamessa.

Acoged la Palabra sembrada en vosotros – Una reflexión sobre la Constitución Dogmática Dei Verdum.
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Padre Raniero Cantalamessa
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Sito ufficiale di Padre Raniero Cantalamessa
Segunda predicación de Cuaresma.
Continuamos nuestra reflexión sobre los principales documentos del Vaticano II. De las cuatro “constituciones” aprobadas, la de la Palabra de Dios, la Dei verbum, es la única, junto con la de la Iglesia, la Lumen gentium, en tener la calificación de “dogmática”. Esto se explica con el hecho de que con este texto el Concilio pretendía reafirmar el dogma de la inspiración divina de la Escritura y precisar, al mismo tiempo, su relación con la tradición. Fiel al intento de dar luz a las implicaciones más estrechamente espirituales y edificantes de los textos conciliares, me limitaré, también aquí, a algunas reflexiones dirigidas a la práctica y a la meditación personal.
1. Un Dios que habla
El Dios bíblico es un Dios que habla. “Habla el Señor, … no está en silencio”, dice el salmo (Sal 50, 1-3). Dios mismo repite infinidad de veces en la Biblia: “Escucha, pueblo mío, quiero hablar” (Sal 50, 7). En esto, la Biblia ve la diferencia más clara con los ídolos que “tienen boca, pero no hablan” (Sal 115, 5). Dios se ha servido de la palabra para comunicarse con las criaturas humanas.
Pero ¿qué significado debemos dar a expresiones tan antropomórficas como: “Dios dijo a Adán”, “así habla el Señor”, “dice el Señor”, “oráculo del Señor”, y otras similares? Se trata evidentemente de un hablar diferente al humano, un hablar a los oídos del corazón. ¡Dios habla como escribe! “Pondré mi Ley dentro de ellos, y la escribiré en sus corazones”, dice en el profeta Jeremías (Jer 31, 33).
Dios no tiene boca ni respiración humana: su boca es el profeta, su respiración es el Espíritu Santo. “Tú serás mi boca”, dice él mismo a sus profetas, o también “pondré mi palabra en tus labios”. Es el sentido de la célebre frase: “los hombres han hablado de parte de Dios, impulsados por el Espíritu Santo” (2 Pe 1, 21). La expresión “locuciones interiores”, con la que se expresa el hablar directo de Dios a ciertas almas místicas, se aplica, en un sentido cualitativamente diferente y superior, también al hablar de Dios a los profetas en la Biblia. Sin embargo, no se puede excluir que en algunos casos, como en el bautismo y la transfiguración de Jesús, se trataba de una voz que resonaba milagrosamente también a lo exterior.
De todos modos se trata de un hablar en sentido verdadero; la criatura recibe un mensaje que puede traducir en palabras humanas. Así vívido y real es el hablar de Dios que el profeta recuerda con precisión el lugar y el tiempo en el que una cierta palabra “viene” sobre él: “El año de la muerte del rey Ozías” (Is 6, 1), “El año treinta, el día quinto del cuarto mes, mientras me encontraba en medio de los deportados, a orillas del río Queba” (Ez 1, 1), “En el segundo año del rey Darío, el primer día del sexto mes” (Ag 1, 1). Así de concreta es la palabra de Dios que de ella se dice que “cae” sobre Israel, como si fuera una piedra: “El Señor ha enviado una palabra a Jacob. Ella caerá sobre Israel” (Is 9, 7). Otra veces la misma concreción se expresa con el símbolo no de la piedra que golpea, sino del pan que se come con gusto: “Cuando se presentaban tus palabras, yo las devoraba, tus palabras eran mi gozo y la alegría de mi corazón” (Jer 15, 16; cf Ez 3, 1-3).
Ninguna voz humana alcanza al hombre en la profundidad en la que lo hace la palabra de Dios. Esta “penetra hasta la raíz del alma y del espíritu, de las articulaciones y de la médula, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón” (Hb 4, 12). A veces el hablar de Dios es una voz que “ parte los cedros del Líbano” (Sal 29, 5), otras veces se parece al “rumor de una brisa suave” (1 Re 19, 12). Conoce todas las tonalidades del hablar humano.
El discurso sobre la naturaleza del hablar de Dios cambia radicalmente en el momento en el que se lee en la Escritura la frase: “La palabra se hizo carne” (Jn 1, 14). Con la venida de Cristo, Dios habla también con voz humana, audible con los oídos también del cuerpo. “Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y lo que hemos tocado con nuestras manos acerca de la Palabra de Vida, es lo que les anunciamos” (1 Jn 1, 1).
¡El Verbo ha sido visto y oído! Y sin embargo lo que se escucha no es palabra de hombre, sino palabra de Dios porque quien habla no es la naturaleza si no la persona, y la persona de Cristo es la misma persona divina del Hijo de Dios. En él Dios no nos habla más a través de un intermediario, “por medio de los profetas”, sino en persona, porque Cristo es “el resplandor de su gloria y la impronta de su ser” (cf Eb 1, 2). Al discurso indirecto, en tercera persona, se sustituye el discurso directo, en primera persona. Ya no “¡Así dice el Señor!”, u “¡Oráculo del Señor!”, sino “¡Yo os digo!”
El hablar de Dios, sea aquel mediado por los profetas del Antiguo Testamento, sea el nuevo y directo de Cristo, después de haber sido transmitido oralmente, se ha puesto por escrito, y tenemos así las divinas “Escrituras”.
San Agustín define el sacramento como “una palabra que se ve” (verbum visibile) ; nosotros podemos definir la palabra como “un sacramento que se oye”. En cada sacramento se distingue el signo visible y la realidad invisible que es la gracia. La palabra que leemos en la Biblia, en sí misma, no es más que un signo material, como el agua en el Bautismo y el pan en la Eucaristía, una palabra del vocabulario humana, no distinta de las otras. Pero al intervenir la fe y la iluminación del Espíritu Santo, a través de tal signo, nosotros entramos misteriosamente en contacto con la viviente verdad y voluntad de Dios y escuchamos la voz misma de Cristo.
“El cuerpo de Cristo -escribe Bossuet– no está más realmente presente en el sacramento adorable, de cuanto la verdad de Cristo lo está en la predicación evangélica. En el misterio de la Eucaristía las especies que veis son signos, pero lo que está encerrado en ellas es el mismo cuerpo de Cristo; en la Escritura, las palabras que escucháis son signos, pero el pensamiento que os dirigen es la verdad misma del Hijo de Dios” .
La sacramentalidad de la palabra de Dios se revela en hecho de que a veces ella misma obra manifiestamente más allá de la comprensión de la persona que puede ser limitada e imperfecta; obra casi por sí misma, ex opere operato, como se dice, precisamente, de los sacramentos. En la Iglesia ha habido y habrá libros más edificantes que algunos libros de la Biblia (basta pensar en La Imitación de Cristo); pero ninguno de ellos obra como obra el más modesto de los libros inspirados.
He escuchado a una persona dar un testimonio en un programa televisivo en el que yo también participaba. Era un alcohólico en fase terminal; no resistía más de una hora sin beber; la familia estaba al borde de la desesperación. Le invitaron con la mujer a un encuentro sobre la palabra de Dios. Allí alguno leyó un pasaje de la Escritura. Una frase le atravesó como una llama de fuego y le dio la certeza de ser sanado. Después de eso, cada vez que tenía la tentación de beber, corría para abrir la Biblia en ese punto y solo al releer las palabras sentía la fuerza que volvía a él, hasta el punto de estar completamente sanado. Cuando quería decir cuál era esa famosa frase, la voz se le rompía de la emoción. Era la palabra del Cantar de los Cantares: “Porque tus amores son más deliciosos que el vino” (Ct 1, 2). Los estudiosos habrían arrugado la nariz frente a esta aplicación, pero el hombre podría decir: “Yo estaba muerto y ahora he vuelto a la vida”, como el ciego de nacimiento decía a sus críticos: “Yo era ciego y ahora veo” (cf. Jn 9, 10 ss.).
Un hecho similar le sucedió también a san Agustín. En el culmen de su lucha por la castidad, oyó una voz que repetía: “Tolle, lege!”, toma y lee. Teniendo con él las cartas de san Pablo, abrió el libro decidido a tomar como la voluntad de Dios el primer texto en el que hubiese caído. Era Romanos 13, 13 s: “Vivamos con honestidad, como a la luz del día, y no andemos en glotonerías ni en borracheras, ni en lujurias y lascivias, ni en contiendas y envidias…”. “No quise leer más, ni era necesario tampoco, pues al punto que di fin a la sentencia, como si se hubiera infiltrado en mi corazón una luz de seguridad, se disiparon todas las tinieblas de mis dudas” .
2. La lectio divina
Después de estas observaciones sobre la palabra de Dios en general, quisiera concentrarme en la palabra de Dios como un camino de santificación personal. “La palabra de Dios –dice la Dei Verbum–, es, en verdad, apoyo y vigor de la Iglesia, y fortaleza de la fe para sus hijos, alimento del alma, fuente pura y perenne de la vida espiritual” .
Desde el cartujo Guigo II , se han propuesto varios métodos y esquemas para la lectio divina. Estos, sin embargo, tienen la desventaja de estar diseñados casi siempre en función de la vida monástica y contemplativa, y por lo tanto poco adecuados a nuestro tiempo, en el que se recomienda la lectura personal de la Palabra de Dios a todos los creyentes, religiosos y laicos.
Por fortuna, la Escritura nos propone, por sí misma, un método de lectura de la Biblia al alcance de todos. En la carta de Santiago (Santiago 1, 18-25) leemos un famoso texto sobre la palabra de Dios. Del mismo obtenemos un esquema de la lectio divina que tiene tres etapas u operaciones sucesivas: acoger la palabra, meditar la palabra, poner en práctica la palabra. Reflexionemos sobre cada una ellas.
 
a. Acoger la Palabra
La primera etapa es la escucha de la Palabra: “Recibid con docilidad, dice el apóstol, la Palabra sembrada en vosotros”. Esta primera etapa abarca todas las formas y las maneras en que el cristiano entra en contacto con la palabra de Dios: la escucha de la Palabra en la liturgia, las escuelas bíblicas, los subsidios escritos y –insustituible– la lectura personal de la Biblia.
“El Santo Concilio –se lee en la Dei Verbum– exhorta con vehemencia a todos los cristianos en particular a los religiosos, a que aprendan “el sublime conocimiento de Jesucristo” (Flp 3, 8), con la lectura frecuente de las divinas Escrituras. […] Lléguense, pues, gustosamente, al mismo sagrado texto, ya por la Sagrada Liturgia, llena del lenguaje de Dios, ya por la lectura espiritual, ya por instituciones aptas para ello, y por otros medios” .
En esta fase debemos tener cuidado con dos peligros. El primero es pararse en la primera etapa y transformar la lectura personal de la Palabra de Dios en una lectura impersonal. Este peligro es muy grande, sobre todo en los lugares de formación académica. Si uno espera a ser desafiado personalmente por la Palabra –observa Kierkegaard– hasta que no haya resuelto todos los problemas asociados con el texto, las variaciones y las diferencias de opinión de los expertos, nunca concluirá nada. La Palabra de Dios ha sido dada para que la pongas en práctica y no para que te ejercites en la exégesis de sus oscuridades . No son los puntos oscuros de la Biblia, decía el mismo filósofo, los que me dan miedo; ¡son sus puntos claros!
Santiago compara la lectura de la palabra de Dios con contemplarse en el espejo; pero quien se limita a estudiar las fuentes, las variantes, los géneros literarios de la Biblia, sin hacer nada más, se parece a quien se pasa todo el tiempo mirando el espejo –examinando la forma, el material, el estilo, la época–, sin mirarse jamás en el espejo. Para él el espejo no cumple su función. El estudio crítico de la Palabra de Dios es indispensable y jamás se darán bastantes gracias a quienes emplean su vida en allanar el camino para una comprensión cada vez mejor del texto sagrado, pero esto no agota por sí solo el sentido de las Escrituras; es necesario, pero no suficiente.
El otro peligro es el fundamentalismo: tomar todo lo que se lee en la Biblia a la letra, sin mediación hermenéutica alguna. Solo en apariencia los dos excesos, hipercriticismo y fundamentalismo, se oponen: tienen en común el hecho de quedarse en la letra, descuidando el Espíritu.
Con la parábola de la semilla y el sembrador (Lc 8, 5-15), Jesús nos ofrece una ayuda para descubrir dónde estamos, cada uno de nosotros, en cuanto a la recepción de la palabra de Dios. Él distingue cuatro tipos de suelo: el camino, el terreno pedregoso, las espinas y el terreno bueno. Explica, entonces, lo que simbolizan los diferentes terrenos: el camino a aquellos en los que las palabras de Dios no tienen tiempo ni para detenerse; el terreno pedregoso, a los superficiales e inconstantes que escuchan tal vez con alegría, pero no dan a la palabra una oportunidad de echar raíces; el terreno lleno de zarzas, a los que se dejan ahogar por las preocupaciones y los placeres de la vida; el terreno bueno son los que escuchan y dan fruto con perseverancia.
Leyendo, podríamos tener la tentación de sobrevolar a toda prisa sobre las tres primeras categorías, a la espera de llegar a la cuarta que, aun con todas nuestras limitaciones, pensamos que es nuestro caso. En realidad –y aquí está la sorpresa– el terreno bueno son los que, sin esfuerzo, ¡se reconocen en cada una de las tres categorías anteriores! Los que humildemente reconocen las veces que han escuchado distraídamente, las veces que han sido inconstantes en las propósitos que ha despertado en ellos la escucha de una palabra del Evangelio, las veces que se han dejado ganar por el activismo y por las preocupaciones materiales. He aquí, sin darse cuenta, que se están convirtiendo en el verdadero terreno bueno. ¡Que el Señor nos conceda también a nosotros ser de los suyos!
Sobre el deber de aceptar la palabra de Dios y no dejar que ninguna caiga en saco roto, escuchemos la exhortación que daba a los cristianos de su tiempo uno de los más grandes estudiosos de la palabra de Dios, el escritor Orígenes:
“Vosotros que estáis acostumbrados a tomar parte en los divinos misterios, cuando recibís el cuerpo del Señor lo conserváis con todo cuidado y toda veneración para que ni una partícula caiga al suelo, para que nada se pierda del don consagrado. Estáis convencidos, justamente, de que es una culpa dejar caer sus fragmentos por descuido. Si por conservar su cuerpo sois tan cautos –y es justo que lo seáis–, sabed que descuidar la palabra de Dios no es culpa menor que descuidar su cuerpo” .
 
b. Contemplare la Parola
La segunda etapa sugerida por Santiago consiste en “fijar la mirada” en la palabra, en el estar largo tiempo delante del espejo, vale a decir en la meditación o contemplación de la Palabra. Los Padres usaban para esto las imágenes del masticar o del rumear. “La lectura –escribía Giugo II– ofrece a la boca un alimento sustancioso, la meditación, lo mastica y lo despedaza” . “Cuando uno recuerda las cosas oídas dulcemente las vuelve a pensar en su corazón, se vuelve similar al rumiante”, dice san Agustín .
El alma que se mira en el espejo de la Palabra aprende a conocer “cómo es”, aprende a conocerse a sí misma, descubre su deformidad de la imagen de Dios y de la imagen de Cristo. “Yo no busco mi gloria”, dice Jesús (Jn 8, 50): aquí el espejo delante de ti y en seguida ves lo lejos que estás de Jesús, si buscas tu gloria; “bienaventurados los pobres de espíritu”: el espejo está de nuevo delante de ti y en seguida te descubres lleno de apegos y lleno de cosas superfluas, lleno sobre todo de ti mismo; “la caridad es paciente…” y de das cuenta cuanto tú eres impaciente, envidioso, interesado. Más que “escrutar la Escritura” (cf Jn 5, 39), se trata de “dejarse escrutar” por la Escritura.
“La palabra de Dios –dice la Carta a los Hebreos– está viva, eficaz y más cortante que la mejor espada; esa penetra hasta el punto de división del alma y del espíritu, en las junturas y en la médula y escruta en los sentimientos y en los pensamientos del corazón. No hay criatura que pueda esconderse delante de él, pero todo está desnudo y descubierto a los ojos suyos. (Heb 4, 12-13).
En el espejo de la Palabra, por suerte no vemos solamente a nosotros mismos y nuestra deformidad; vemos antes de todo el rostro de Dios; mejor aún, vemos el corazón de Dios.
La Escritura, dice san Gregorio Magno, es “una carta de Dios omnipotente a su criatura; en ella se aprende a conocer el corazón de Dios en la palabra de Dios” . También para Dios vale el dicho de Jesús: “La boca habla de la plenitud del corazón” (Mt 12, 34); Dios nos ha hablado en la Escritura, de lo que llena siempre su corazón, o sea el amor. Todas las Escrituras han sido escritas para esta finalidad: que el hombre pudiera entender lo mucho que Dios lo ama, y lo entendiese para inflamarse de amor hacia él . El Año Jubilar de la Misericordia es una ocasión magnífica para volver a leer toda la Escritura desde este ángulo, como la historia de las misericordias de Dios.
 
c. Hacer la Palabra
Llegamos así a la tercera fase del camino, propuesto por el apóstol Santiago: “Sean de aquellos que ponen en práctica la palabra…, quien la pone el práctica encontrará su felicidad en el practicarla… Si uno escucha solamente y no pone en práctica la palabra, se asemeja a un hombre que observa el propio rostro en un espejo: apenas se siente observado se va, y enseguida se olvida cómo era”.
Esta es también la cosa que más le agrada a Jesús: “Mi madre y mis hermanos son aquellos que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica” (Lc 8, 21). Sin este “hacer la Palabra” todo el resto acaba siendo una ilusión, una construcción en la arena (Mt 7, 26). No se puede ni siquiera decir de haber entendido la Palabra porque, como escribe san Gregorio Magno, la palabra de Dios se entiende verdaderamente solamente cuando se comienza a practicarla .
Esta tercera etapa consiste en obedecer a la Palabra. Las palabras de Dios, bajo la acción actual del Espíritu, se vuelven expresión de la voluntad viviente de Dios hacia mí, en un determinado momento. Si escuchamos con atención, nos daremos cuenta con sorpresa que no hay un día en el que, en la liturgia, en la recitación de un salmo, o en otros momentos, no descubramos una palabra de la cual debemos decir: “¡Esto es para mi!, ¡esto es lo que hoy tengo que hacer!”.
La obediencia a la palabra de Dios es la obediencia que podemos hacer siempre. De tener que obedecer a órdenes y a autoridades visibles, solo pasa a veces, tres o cuatro veces en la vida, se si trata de obediencias serias; pero obediencia a la palabra de Dios puede haber una en cada momento. Y también es la obediencia que podemos hacer todos, súbditos y superiores. San Ignacio de Antioquía daba este maravilloso consejo a un colega suyo del episcopado: “Nada se haga sin tu consenso, pero tú no hagas nada sin el consenso de Dios” .
Obedecer a la palabra de Dios significa, en realidad, seguir las buenas inspiraciones. Nuestro progreso espiritual depende en gran parte de nuestra sensibilidad a las buenas inspiraciones y a la rapidez con la que respondemos. Una palabra de Dios te ha sugerido un propósito, te ha puesto en el corazón el deseo de una buena confesión, de una reconciliación, de un acto de caridad; te invita a interrumpir un momento el trabajo y a dirigir a Dios un acto de amor. No pongas excusas, no dejes que pase. “Timeo Iesum transeuntem”, decía el mismo san Agustín ; o sea decir: “Tengo miedo de la buena inspiración que pasa y que no vuelve”.
Terminamos con el pensamiento de un antiguo Padre del desierto . Nuestra mente decía, es como un molino, este continúa a moler durante todo el día el primer grano que se pone en él. Apurémonos por lo tanto a poner en este molino, desde la mañana temprano, el buen grano de la palabra de Dios; de no hacerlo, viene el demonio y pone en él la cizaña.
La palabra particular que podemos poner hoy en el molino de nuestro espíritu es el lema del año jubilar de la misericordia: “Sed misericordiosos como es misericordioso el Padre vuestro celestial”.
 
 
 
1.S. Augustin, Trattati sul Vangelo di Giovanni, 80, 3.
2.J.B. Bossuet, Sur la parole de Dieu, in Œuvres oratoires de Bossuet, III, Desclée de Brouwer, Paris 1927, p. 627.
3.S. Augustin, Confessioni, VIII, 29.
4.Dei Verbum, n. 21.
5.Guigo II, Lettera sulla vita contemplativa (Scala claustralium), 3, in Un itinerario di contemplazione. Antologia di autori certosini, Edizioni Paoline, Milano 1986, p. 22.
6.Dei Verbum, n. 25.
7.S. Kierkegaard, Per l’esame di se stessi. La Lettera di Giacomo, 1, 22, in Opere, a cura di C. Fabro, cit., pp. 909 ss.
8.Origene, In Exod. hom. XIII, 3.
9.Guigo II, Lettera sulla vita contemplativa (Scala claustralium), 3, in Un itinerario di contemplazione. Antologia di autori certosini, Edizioni Paoline, Milano 1986, p. 22.
10.S. Augustin, Enarr. in Ps., 46, 1 (CCL 38, 529).
11.S. Gregorio Magno, Registr. Epist., IV, 31 (PL 77, 706).
12.S. Augustin, De catech. rud., I, 8.
13.S. Gregorio Magno, Su Ezechiele, I, 10, 31 (CCL 142, p. 159).
14.S. Ignazio de Antiochia, L
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Comentario al evangelio de hoy sábado 27 de febrero de 2016

Tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida.
Cuaresma y Semana Santa
Dios no se cansa de esperarnos, por mucho que nos alejemos de Él.
Por: Javier González
Fuente: Catholic.net
Del santo Evangelio según san Lucas 15, 1-3.11-32
En aquel tiempo, se acercaban a Jesús los publicanos y los pecadores para oírle, y los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: Este acoge a los pecadores y come con ellos. Entonces les dijo esta parábola. Dijo: Un hombre tenía dos hijos; y el menor de ellos dijo al padre: «Padre, dame la parte de la hacienda que me corresponde.» Y él les repartió la hacienda. Pocos días después el hijo menor lo reunió todo y se marchó a un país lejano donde malgastó su hacienda viviendo como un libertino. Cuando hubo gastado todo, sobrevino un hambre extrema en aquel país, y comenzó a pasar necesidad. Entonces, fue y se ajustó con uno de los ciudadanos de aquel país, que le envió a sus fincas a apacentar puercos. Y deseaba llenar su vientre con las algarrobas que comían los puercos, pero nadie se las daba. Y entrando en sí mismo, dijo: «¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, mientras que yo aquí me muero de hambre! Me levantaré, iré a mi padre y le diré: Padre, pequé contra el cielo y ante ti. Ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros.» Y, levantándose, partió hacia su padre. Estando él todavía lejos, le vio su padre y, conmovido, corrió, se echó a su cuello y le besó efusivamente. El hijo le dijo: «Padre, pequé contra el cielo y ante ti; ya no merezco ser llamado hijo tuyo.»
Pero el padre dijo a sus siervos: «Traed aprisa el mejor vestido y vestidle, ponedle un anillo en su mano y unas sandalias en los pies. Traed el novillo cebado, matadlo, y comamos y celebremos una fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido hallado.» Y comenzaron la fiesta. Su hijo mayor estaba en el campo y, al volver, cuando se acercó a la casa, oyó la música y las danzas; y llamando a uno de los criados, le preguntó qué era aquello. Él le dijo: «Ha vuelto tu hermano y tu padre ha matado el novillo cebado, porque le ha recobrado sano.»El se irritó y no quería entrar. Salió su padre, y le suplicaba. Pero él replicó a su padre: «Hace tantos años que te sirvo, y jamás dejé de cumplir una orden tuya, pero nunca me has dado un cabrito para tener una fiesta con mis amigos; y ¡ahora que ha venido ese hijo tuyo, que ha devorado tu hacienda con prostitutas, has matado para él el novillo cebado!» Pero él le dijo: «Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo; pero convenía celebrar una fiesta y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto, y ha vuelto a la vida; estaba perdido, y ha sido hallado.»

Oración introductoria

Señor, ¡qué grande es tu amor y misericordia! Me identifico con esos dos hijos del Evangelio que no saben recibir y corresponder a tu amor. Conduce esta oración para que mi corazón no se endurezca y sea dócil a las inspiraciones.

Petición
Señor, ayúdame a confiar siempre en tu gran misericordia pero no permitas que abuse de tanto amor.

Meditación del Papa Francisco
Después está escrito que el Señor es “compasivo” en el sentido que nos concede la gracia, tiene compasión y, en su grandeza, se inclina sobre quien es débil y pobre, siempre listo para acoger, comprender y perdonar. Es como el padre de la parábola del Evangelio de san Lucas: un padre que no se cierra en el resentimiento por el abandono del hijo menor, sino que al contrario continúa esperándolo —lo ha generado— y después corre a su encuentro y lo abraza, no lo deja ni siquiera terminar su confesión —como si le cubriera la boca—, qué grande es el amor y la alegría por haberlo reencontrado; y después va también a llamar al hijo mayor, que está indignado y no quiere hacer fiesta, el hijo que ha permanecido siempre en la casa, pero viviendo como un siervo más que como un hijo, y también sobre él el padre se inclina, lo invita a entrar, busca abrir su corazón al amor, para que ninguno quede excluso de la fiesta de la misericordia. ¡La misericordia es una fiesta!
De este Dios misericordioso se dice también que es “lento a la ira”, literalmente, “largo en su respiración”, es decir, con la respiración amplia de paciencia y de la capacidad de soportar. Dios sabe esperar, sus tiempos no son aquellos impacientes de los hombres; Él es como un sabio agricultor que sabe esperar, deja tiempo a la buena semilla para que crezca, a pesar de la cizaña.  (Homilía de S.S. Francisco, 13 de enero de 2016).
 
Reflexión
Sabiendo que somos hijos de Dios pensamos que lo merecemos todo. A veces no somos ni capaces de agradecer a nuestro Creador por el gran don de la vida. Y, mucho menos, nos esforzamos por corresponder a su amor infinito.
¿Cuánto hemos recibido de Dios? ¡Todo! Sin embargo lo vemos como una obligación de parte de Él. Podríamos llegar a quejarnos cuando no recibimos lo que queremos y tal vez hasta hemos llegado al punto de exigirle.
Dios, en su infinita bondad, no cesa de colmarnos de sus gracias y hasta cumple con nuestros caprichos. No importa si le agradecemos o no.
Lo más hermoso es ver que Dios no se cansa y por mucho que nos alejemos de Él, cuando deseamos volver, ahí está con los brazos abiertos esperándonos con un corazón lleno de amor.
Dios es el Pastor que se alegra al encontrar la oveja perdida. Él es el Padre misericordioso que espera a su hijo perdido con grandes ansias, le perdona cualquier falta cuando ve un verdadero arrepentimiento y lo llena de su amor. Digamos a Cristo: «Señor Tú lo sabes todo tu sabes que te quiero»

Propósito
Vivir hoy de tal modo que pueda ser admitido en el festín eterno del cielo.
Diálogo con Cristo
Señor y Padre mío, con qué facilidad puedo engañarme a mí mismo al seguir el camino fácil que me ofrece la vida y ser un ciego y sordo indiferente a las necesidades de los demás, para concentrarme sólo en mi propia felicidad. Dame tu gracia para saber mantenerme siempre a tu lado. Que no me aleje de tu gracia, porque entonces mi corazón se convertirá en roca, insensible a recibir y corresponder a tu amor. Libremente quiero depender siempre y en todo de Ti.

EDD. SÁBADO 27 DE FEBRERO DE 2016.

Sábado de la segunda semana de Cuaresma
Libro de Miqueas 7,14-15.18-20.
Apacienta con tu cayado a tu pueblo, al rebaño de tu herencia, al que vive solitario en un bosque, en medio de un vergel. ¡Que sean apacentados en Basán y en Galaad, como en los tiempos antiguos!
Como en los días en que salías de Egipto, muéstranos tus maravillas.
¿Qué dios es como tú, que perdonas la falta y pasas por alto la rebeldía del resto de tu herencia? El no mantiene su ira para siempre, porque ama la fidelidad.
El volverá a compadecerse de nosotros y pisoteará nuestras faltas. Tú arrojarás en lo más profundo del mar todos nuestros pecados.
Manifestarás tu lealtad a Jacob y tu fidelidad a Abraham, como juraste a nuestros padres desde los tiempos remotos.
Salmo 103(102),1-2.3-4.9-10.11-12.
Bendice al Señor, alma mía,
que todo mi ser bendiga a su santo Nombre;
bendice al Señor, alma mía,
y nunca olvides sus beneficios.
El perdona todas tus culpas
y cura todas tus dolencias;
rescata tu vida del sepulcro,
te corona de amor y de ternura.
No acusa de manera inapelable
ni guarda rencor eternamente;
no nos trata según nuestros pecados
ni nos paga conforme a nuestras culpas.
Cuanto se alza el cielo sobre la tierra,
así de inmenso es su amor por los que lo temen;
cuanto dista el oriente del occidente,
así aparta de nosotros nuestros pecados.
Evangelio según San Lucas 15,1-3.11-32.
Todos los publicanos y pecadores se acercaban a Jesús para escucharlo.
Los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: «Este hombre recibe a los pecadores y come con ellos».
Jesús les dijo entonces esta parábola:
Jesús dijo también: «Un hombre tenía dos hijos.
El menor de ellos dijo a su padre: ‘Padre, dame la parte de herencia que me corresponde’. Y el padre les repartió sus bienes.
Pocos días después, el hijo menor recogió todo lo que tenía y se fue a un país lejano, donde malgastó sus bienes en una vida licenciosa.
Ya había gastado todo, cuando sobrevino mucha miseria en aquel país, y comenzó a sufrir privaciones.
Entonces se puso al servicio de uno de los habitantes de esa región, que lo envió a su campo para cuidar cerdos.
El hubiera deseado calmar su hambre con las bellotas que comían los cerdos, pero nadie se las daba.
Entonces recapacitó y dijo: ‘¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, y yo estoy aquí muriéndome de hambre!
Ahora mismo iré a la casa de mi padre y le diré: Padre, pequé contra el Cielo y contra ti;
ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros’.
Entonces partió y volvió a la casa de su padre. Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió profundamente; corrió a su encuentro, lo abrazó y lo besó.
El joven le dijo: ‘Padre, pequé contra el Cielo y contra ti; no merezco ser llamado hijo tuyo’.
Pero el padre dijo a sus servidores: ‘Traigan en seguida la mejor ropa y vístanlo, pónganle un anillo en el dedo y sandalias en los pies.
Traigan el ternero engordado y mátenlo. Comamos y festejemos,
porque mi hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y fue encontrado’. Y comenzó la fiesta.
El hijo mayor estaba en el campo. Al volver, ya cerca de la casa, oyó la música y los coros que acompañaban la danza.
Y llamando a uno de los sirvientes, le preguntó que significaba eso.
El le respondió: ‘Tu hermano ha regresado, y tu padre hizo matar el ternero engordado, porque lo ha recobrado sano y salvo’.
El se enojó y no quiso entrar. Su padre salió para rogarle que entrara,
pero él le respondió: ‘Hace tantos años que te sirvo sin haber desobedecido jamás ni una sola de tus órdenes, y nunca me diste un cabrito para hacer una fiesta con mis amigos.
¡Y ahora que ese hijo tuyo ha vuelto, después de haber gastado tus bienes con mujeres, haces matar para él el ternero engordado!’.
Pero el padre le dijo: ‘Hijo mío, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo.
Es justo que haya fiesta y alegría, porque tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado'».
Comentario del Evangelio por  San Romano el Melódico (?-c. 560), compositor de himnos. Himno 18, el Hijo Pródigo.
“Tenemos que alegrarnos y hacer fiesta, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado.” (Lc 15,32).
El hijo mayor dice a su padre, encolerizado: “hace ya muchos años que te sirvo sin desobedecer jamás tus órdenes….pero llega ese hijo tuyo, …y le matas el ternero cebado” (Lc 15, 28ss).
Apenas oyó el padre hablar a su hijo de esta manera que le responde con dulzura: “Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo.” –Escucha a tu padre, tú no estás separado de la Iglesia, tú estás siempre presente a mi lado, con todos los ángeles. Pero éste ha venido cubierto de vergüenza, desnudo y sin belleza, gritando: “Misericordia, porque he pecado, padre, y te suplico como culpable ante tu rostro. Trátame como uno de tus jornaleros y aliméntame, porque tu amas a los hombres, Señor y Amo de los siglos.-
Tu hermana ha gritado: -Sálvame, padre santo!-… ¿Cómo no podía tener piedad, de no salvar a mi hijo que gime, que solloza?…. Júzgame tú, tú que me recriminas… Mi alegría, en todo momento, consiste en amar a los hombres…Son mis criaturas, ¿cómo no tener compasión? ¿Cómo no tener en cuenta su arrepentimiento? Mis entrañas engendraron a este hijo que acojo con entrañas de misericordia, yo, el Señor y Amo de los siglos.-
“Así, pues, hijo mío, ¡alégrate con todos los invitados al banquete, y mezcla tus cantos al de todos los ángeles, porque tu hermano estaba perdido y ha sido encontrado, estaba muerto y ha vuelto a la vida.” Con estas palabras, el hijo mayor se dejó persuadir y cantó: “¡Gritad de gozo! Dichosos aquellos a quienes son perdonados los pecados y borradas sus culpas” (cf Sal 131,1). -Te alabo, Amigo de los hombres, tú que has salvado a mi hermano, tú el Señor y Amo de los siglos.-

Homilía del Papa Francisco en la Eucaristía diaria en Santa Marta.

El Papa: ‘La caridad divina sea la brújula que orienta nuestra vida’ 
El Santo Padre recibe en audiencia a los participantes del congreso ‘La caridad no pasará jamás. Perspectivas a los 10 años de la encíclica Deus caritas est’
•26 febrero 2016•Rocío Lancho García•El papa Francisco, Uncategorized
Il Papa Francesco alla Vita consagrata
El papa Francisco durante la audiencia en el Aula Pablo VI
(ZENIT – Ciudad del Vaticano) Cualquier forma nuestra de amor, de solidaridad, de compartir es solo un reflejo de la caridad que es Dios. Él derrama incansablemente su caridad sobre nosotros y nosotros estamos llamados a ser testigos de este amor en el mundo. Así lo ha asegurado el papa Francisco en su encuentro con los participantes del Congreso Internacional promovido por el Pontificio Consejo “Cor Unum” sobre el tema: ‘«La caridad no pasará jamás (1 Co 13,8). Perspectivas a los 10 años de la encíclica Deus caritas est».
Por eso, el Santo Padre ha indicado que “debemos ver la caridad divina como la brújula que orienta nuestra vida, antes de encaminarnos en cualquier actividad: en ella encontramos la dirección, de ella aprendemos cómo mirar a los hermanos y al mundo”.
Ha aprovechado la ocasión para expresar su deseo de que en la Iglesia cada fiel, cada institución, cada actividad revele que Dios ama al hombre. “La misión que desempeñan nuestros organismos de caridad es importante, porque acercan a muchas personas pobres a una vida más digna, más humana, y esto es algo muy necesario; es una misión importantísima porque, no con palabras, sino con el amor concreto puede hacer sentir a todo hombre que el Padre le ama, que es hijo suyo, destinado a la vida eterna con Dios”, ha reconocido el Pontífice.
Durante su discurso, el Santo Padre ha observado que la primera encíclica del papa Benedicto XVI, Deus Caritas Est, “trata un tema que permite recorrer toda la historia de la Iglesia que, entre otras cosas, es una historia de caridad”. Es la historia  –ha añadido– del amor que hemos recibido de Dios y debemos llevar al mundo: esta caridad recibida y dada es el fundamento de la historia de la Iglesia y de la historia de cada uno de nosotros.
Asimismo, el Papa ha recordado que el acto de caridad no es solo una limosna para limpiar la propia conciencia. La caridad –ha subrayado– está en el centro de la vida de la Iglesia, y es verdaderamente su corazón, como decía santa Teresa del Niño Jesús.
Por otro lado, el Pontífice ha recordado que el Año Jubilar que estamos viviendo “nos brinda también la ocasión de volver a este corazón palpitante de nuestra vida y de nuestro testimonio, al centro del anuncio de fe: ‘Dios es amor’”.
En esta línea, ha precisado que “Dios no tiene simplemente el deseo o la capacidad de amar; Dios es caridad: la caridad es su esencia, su naturaleza”. Dios –ha explicado– asocia al hombre a su vida de amor y, aunque el hombre se aleje de él, él no permanece distante sino que le sale al encuentro.
Asimismo, el Santo Padre ha asegurado que “caridad y misericordia están tan estrechamente vinculadas porque son el modo de ser y de actuar de Dios: su identidad y su nombre”.
Por otro lado, el Pontífice ha indicado a los presentes que esta encíclica “nos recuerda que esta caridad quiere verse reflejada cada vez más en la vida de la Iglesia”.
También ha querido hoy dar las gracias “a todos aquellos que trabajan diariamente en esta misión, que interpela a todo cristiano”. Por esta razón, ha recordado que en este Año Jubilar ha querido resaltar que todos podemos vivir la gracia del Jubileo, precisamente poniendo in práctica las obras de misericordia corporales y espirituales.  Vivir las obras de misericordia –ha indicado– significa conjugar el verbo amar como lo hizo Jesús.

Homilía para la Eucaristía del Domingo 28 de febrero de 2016.

DOMINGO III DE CUARESMA.
Exodo: 3,1-8.10.13-15: texto de alto contenido teológico. Podemos distinguir los siguientes elementos: Uno: Dios se da a conocer a Moisés; lo importante aquí es el encuentro de Moisés con el Señor. Dos: Dios decide liberar al pueblo; Moisés solamente es un instrumento, el que libera es Dios. Tres: Dios da a conocer su Nombre: “Yahveh”. El Nombre expresa la identidad de Dios: El es quien está presente junto a su Pueblo. Dios se manifiesta salvando.
 
1Corintios 10,1-6.10-12: la historia de Israel es una lección para nosotros. El éxodo de Israel es modelo del éxodo del cristiano, expuesto a la tentación de volver a la antigua vida pagana.
 
Lucas 13,1-9: en el texto se plantea que las catástrofes y accidentes no son un castigo por los pecados, sino una advertencia, un llamado a un cambio de vida. El que se empecina en el mal acaba peor. La parábola enseña que Dios da tiempo para cambiar de vida y dar fruto. Jesús es el que cuida de la viña, ya que es tiempo de misericordia = Año de Gracia.
 
 
 
1.- Los textos proclamados nos vienen muy bien en este tiempo tan especial que estamos viviendo, el Año de la Misericordia. En verdad, más que hablar del Año de la  Misericordia habría que hablar de “un Tiempo de misericordia”, tiempo que vino a inaugurar el Hijo de Dios al encarnarse en Jesús.
 
Ya Dios se da a conocer en el Antiguo Testamento como “el que es”. Su identidad no es una idea abstracta, filosófica o teológica. Como diría el Papa Francisco “el nombre de Dios es MISERICORDIA. De hecho el salmo responsorial nos dice que Dios es Clemente y compasivo. Nombre que da a conocer no sólo a Moisés, sino a toda la humanidad. Dios se compadece de su Pueblo. En muchas escenas del evangelio se nos muestra a Jesús como el que se compadece de la gente. La experiencia del Pueblo de Dios fue una experiencia permanente de misericordia. Podría decirse que Israel nació como Pueblo por iniciativa de Dios, por un acto de misericordia: “Yo he visto la opresión de mi pueblo… por eso he bajado a liberarlo del poder de los egipcios”.
 
2.- Pero Israel fue duro de corazón; experimentó la misericordia, pero se empecinó en la maldad. No basta con saber que Dios es misericordioso, sino que hay que corresponder a esta gracia. Si la Historia es Maestra de la vida, la historia de Israel, que es Historia de Salvación, es maestra de una vida mejor, ya que nos advierte que debemos saber responder a la gracia de Dios. El acento del mensaje está en la Misericordia, sin eclipsar el deber que todos tenemos de la conversión. En el evangelio siempre se nos está llamando a la conversión, a volvernos a Dios.
 
3.- La gente siempre asocia desgracia con pecado. Si tal desgracia ocurre es porque Dios nos está castigando. Pero el pecado, los desórdenes, el no respeto a la vida son actitudes que nos juzgan y condenan y pueden producir un desenlace peor que si nos cayera una torre encima. ¿Acaso no se está viviendo esto hoy día?
 
Jesús afirma otra cosa a lo que la gente cree. Lo que sucede en la vida es una advertencia, un llamado a la conversión. Muchas desgracias son consecuencias de nuestros propios errores. Lo importante es captar el mensaje: en su misericordia Dios nos tiene paciencia, espera, da la oportunidad. Tenemos que dar fruto, hemos de poner todo lo que está de nuestra parte para responder. En este Tiempo de Gracia el Viñador= Jesús, es quien intercede por nosotros, nos cultiva para que demos frutos.
 
4.- En verdad, “El Señor es bondadoso y compasivo”, El nos tiene paciencia y nos enseña a tener nosotros paciencia con los demás. Porque si el Señor nos tiene paciencia también nosotros debemos tenerla con los demás.
 
Vivimos en una sociedad intolerante, que no admite a los que no se amoldan a sus exigencias, pero, al mismo tiempo, es permisiva con los suyos, con los que no son del Reino. En este contexto estamos viviendo, un contexto difícil. Si el domingo pasado el Señor nos animaba con su Transfiguración, hoy se nos muestra misericordioso, presente con todos nosotros.
 
En esta Eucaristía podemos experimentar esta misericordia del Señor que nos invita a cambiar, ser diferentes a los del mundo. Con la ayuda del Señor presente en nuestra vida podemos permanecer fieles. San Pablo nos dice: “el que se cree muy seguro, cuídese de no caer”. Seamos dóciles.
 
Hermano Pastor Salvo Beas.