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Homilía para la Eucaristía del domingo 05 de junio de 2016.

Un cordial saludo y abrazo fraterno. Recen por mí; yo lo hago a diario por ustedes. Hno. Pastor.

DOMINGO DIEZ DEL AÑO.

1Reyes 17,17-24: en un contexto de fiesta de la fecundidad (Baal dios de la fecundidad y la vida) este milagro de Elías demuestra que sólo Yahvé es la Fuente de la vida. La viuda, una no judía, reconoce que Elías es un hombre de Dios, portavoz de Yahvé.

Lucas 7,11-17: Jesús, Palabra de Dios presente entre nosotros, es quien da vida al joven. Se resalta el poder salvador y vivificante de la Palabra de Cristo, Fuente de vida.

1.- Vivimos la muerte; el morir es propio de nuestra naturaleza. Da la impresión que la muerte es la última palabra para la realidad humana. La muerte nos sorprende, irrumpe en nuestra existencia. No nos gusta la muerte, a nadie le gusta la muerte. Por más que nos rebelemos tenemos que admitir que somos mortales. Y la desgracia está que no sabemos asumir la muerte en nuestra naturaleza.

El ser humano, en todas las culturas, ha reaccionado frente a la realidad de la muerte celebrando la vida. Los cananeos celebraban anualmente la fiesta de la resurrección de la naturaleza, centrada en el dios Baal, considerado esposo de la tierra, el que fecunda la tierra. Lo mismo aparece en culturas americanas y andinas, donde la tierra es la madre que fecunda la vida (la Pacha Mama).

2.- Pero frente a esta realidad de nostalgia por la vida irrumpe con fuerza la cultura de la muerte. A nivel mundial se quiere implantar esta cultura y nosotros no estamos exentos de esta pandemia de muerte. Para justificarla se racionaliza la muerte. Así hoy se justifica el aborto, la eutanasia, el armamentismo, la droga. Se pretende legalizar todo asomo de muerte y así quedar conformes.

El ambiente actual es similar al que imperaba en Canaán. Entonces surgió Elías, el Profeta que lucha por la verdad y por el Señor, única fuente de vida. La señal de Elías es elocuente: por medio de él Dios se muestra misericordioso con una viuda, imagen del desamparado.

3.- Jesús en Naím, se manifiesta como el “Dios que ha visitado a su Pueblo”. Visita significa que es Dios quien se acerca para salvar. Jesús es la visita gratuita de Dios. Se acercó conmovido al féretro, la vida a la muerte. También es una viuda la favorecida, el Señor tiene misericordia de los desvalidos, de los pobres. Jesús, Palabra creadora y vivificante del Padre, es quien se acerca y se hace presente para crear y comunicar vida.

También hoy el Señor es “Visita de Dios”, es cercanía de Dios. Es el “Emmanuel” = Dios con nosotros.

Cada uno de nosotros debe ser otro Elías, el hombre celoso de la causa de Dios. Hoy la gente, como la de Canaán, se ha olvidado de Dios y rinde culto a los ídolos. El ídolo es un monstruo que siempre tiene hambre y sed de víctimas. Ídolo que tiene muchos nombres, pero un solo resultado. Así, tenemos al ídolo de la droga que produce robos y muertes, el de la lujuria que produce abortos-muertes, el de la ambición que produce peleas fratricidas y muertes, el del poder que crea el armamentismo-la muerte, el de la avaricia que produce la corrupción en los grandes y poderosos.

4.- Hoy Jesús se aproxima a nosotros. A cada uno nos dice: “No llores”, no te lamentes. A cada uno de nosotros nos está diciendo: “levántate”, no te quedes postrado, muerto. Mira que Yo soy la vida y he venido para que ustedes tengan vida en abundancia.

Aceptemos al Señor que viene a visitarnos, a todos y a cada uno. Al encontrarnos con El en la comunión bien podemos decir: “Yo te glorifico, Señor, porque Tú me libraste”. Con la viuda, la pobre de Yavé, podemos también decir: “Ahora sí reconozco que Tú eres el Hijo de Dios”.

Hermano Pastor Salvo Beas. Capuchino.

Párroco de San Miguel.

Las tres meditaciones del Papa para el retiro en el año de la misericordia para sacerdotes.

Primera meditación del Papa en el retiro del Jubileo Sacerdotal – La misericordia es siempre exagerada.
Con el canto del Veni Creator Spiritus, inició en la basílica de San Juan de Letrán en Roma, el día de retiro espiritual del Jubileo de los Sacerdotes, con tres meditaciones realizadas por el propio papa Francisco
https://es.zenit.org/articles/primera-meditacion-del-papa-en-el-retiro-del-jubileo-sacerdotal-la-misericordia-es-siempre-exagerada/
2 JUNIO 2016 SERGIO MORA EL PAPA FRANCISCO
El Papa en San Juan de Letrán, meditación sobre la misericordia en el Jubileo de los Sacerdotes
El Papa En San Juan De Letrán, Meditación Sobre La Misericordia En El Jubileo De Los Sacerdotes
(ZENIT- Roma);- Con el canto del Veni Creator Spiritus, inició este miércoles en la basílica pontificia de San Juan de Letrán en Roma, el día de retiro del Jubileo de los Sacerdotes, que contempla tres meditaciones realizadas por el propio papa Francisco.
El Jubileo de los Sacerdotes inició ayer miércoles y concluye mañana viernes por la tarde en la plaza de San Pedro con la misa en el 160 aniversario de la institución por el beato Pío IX, de la fecha del Sagrado Corazón de Jesús.
El Papa en el texto leído, con diversos añadidos en el momento, recordó que esta primera meditación es sobre la misericordia porque siempre tenemos necesidad de una nueva conversión, de más contemplación y de un amor renovado. Y que nada une más con Dios que un acto de misericordia, así como a los pastores ‘impacientes’ de no ‘apalear’ a los penitentes. E invitó a convertirse en sacerdotes más misericordiados y más misericordiosos.
Invitó a una conversión la mentalidad institucional porque ‘si nuestras estructuras no se viven ni se utilizan para recibir mejor la misericordia de Dios y para ser más misericordiosos para con los demás, se pueden convertir en algo muy extraño y contraproducente’.
Una meditación que parte de lo nos hace sentir más miserable y por ello pedir la gracia de encontrar esto. Invitó también a no sentir la misericordia como un gesto que Dios tiene de vez en cuando, y saber que el Señor no solamente nos limpia sino que nos encorona, nos da dignidad. Y lamentar no haber aprovechado antes este don. Concluyó recordando algunos pasajes del Evangelio que muestran como la misericordia es siempre exagerada. La primera meditación del retiro concluyó con la recitación del Miserere.
A continuación las palabras del Santo Padre:
“Buen día queridos Sacerdotes, iniciamos esta jornada de retiro espiritual en la que nos hará bien rezar los unos por los otros, en comunión, todos.
He elegido el tema de la misericordia, como pequeña introducción, la misericordia en su aspecto más femenino, es el entrañable amor materno, que se conmueve ante la fragilidad de su criatura recién nacida y la abraza, supliendo todo lo que le falta para que pueda vivir y crecer (rahamim); y en su aspecto más masculino, es la fidelidad fuerte del Padre que sostiene siempre, perdona y vuelve a poner en camino a sus hijos.
La misericordia es tanto el fruto de una alianza por eso se dice que Dios se acuerda de su (pacto de) misericordia (heded) – como un acto gratuito de benignidad y bondad que brota de nuestra psicología más profunda y se traduce en una obra externa (eleos, que se convierte en limosna).
Esta inclusividad hace que esté siempre a la mano de todos el «misericordiar», el compadecerse del que sufre, conmoverse ante el necesitado, indignarse, que se revuelvan las tripas ante una injusticia patente y ponerse inmediatamente a hacer algo concreto, con respeto y ternura, para remediar la situación.
Y partiendo de este sentimiento visceral, está al alcance de todos mirar a Dios desde la perspectiva de este atributo primero y último con el que Jesús lo ha querido revelar para nosotros: el nombre de Dios es Misericordia.
Cuando meditamos sobre la Misericordia sucede algo especial. La dinámica de los Ejercicios Espirituales se potencia desde dentro. La misericordia hace ver que las vías objetivas de la mística clásica -purgativa, iluminativa y unitiva- nunca son etapas sucesivas, que se puedan dejar atrás.
Siempre tenemos necesidad de una nueva conversión, de más contemplación y de un amor renovado. Nada une más con Dios que un acto de misericordia, ya sea que se trate de la misericordia con que el Señor nos perdona nuestros pecados, ya sea de la gracia que nos da para practicar las obras de misericordia en su nombre. Nada ilumina más la fe que el purgar nuestros pecados y nada más claro que Mateo 25, y aquello de «Dichosos los misericordiosos porque alcanzarán misericordia» (Mt 5,7), para comprender cuál es la voluntad de Dios, la misión a la que nos envía.
A la misericordia se le puede aplicar aquella enseñanza de Jesús: «Con la medida que midan serán medidos» (Mt 7,2). Permítanme, pero pienso en aquellos confesores impacientes que ‘apalean’ a los penitentes, que los retan. ¡Pero así los tratará Dios! Al menos por ello no hagan estas cosas.
La misericordia nos permite pasar de sentirnos misericordiados a desear misericordiar. Pueden convivir, en una sana tensión, el sentimiento de vergüenza por los propios pecados con el sentimiento de la dignidad a la que el Señor nos eleva.
Podemos pasar sin preámbulos de la distancia a la fiesta, como en la parábola del Hijo Pródigo, y utilizar como receptáculo de la misericordia nuestro propio pecado. La misericordia nos impulsa a pasar de lo personal a lo comunitario. Cuando actuamos con misericordia, como en los milagros de la multiplicación de los panes, que nacen de la compasión de Jesús por su pueblo y por los extranjeros, los panes se multiplican a medida que se reparten.
Tres sugerencias para este día de retiro:
La alegre y libre familiaridad que se establece a todos los niveles entre los que se relacionan entre sí con el vínculo de la misericordia –familiaridad del Reino de Dios, tal como Jesús lo describe en sus parábola– me lleva a sugerirles tres cosas para su oración personal de este día.
La primera tiene que ver con dos consejos prácticos que da san Ignacio, me disculpo por la publicidad de familia, quien dice: «No el mucho saber llena y satisface el alma, sino el sentir y gustar las cosas de Dios interiormente».
San Ignacio agrega que allí donde uno encuentra lo que quiere y siente gusto, allí se quede rezando «sin tener ansia de pasar adelante, hasta que me satisfaga». Así que, en estas meditaciones sobre la misericordia, uno puede comenzar por donde más le guste y quedarse allí, pues seguramente una obra de misericordia le llevará a las demás.
Si comenzamos dando gracias al Señor, que maravillosamente nos creó y más maravillosamente aún nos redimió, seguramente esto nos llevará a sentir pena por nuestros pecados. Si comenzamos por compadecernos de los más pobres y alejados, seguramente sentiremos la necesidad de recibir misericordia.
La segunda sugerencia para rezar tiene que ver con una forma de utilizar la palabra misericordia. Como se habrán dado cuenta, al hablar de la misericordia me gusta usar la forma verbal: «Hay que dar misericordia, ‘misericordiar’ en español, para ser misericordiados» hay que forzar el idioma allí. Pero padre esto no es italiano, sí es verdad, pero es el modo que encuentro para profundizar: misericordiar para ser mirsericordiados.
El hecho de que la misericordia ponga en contacto una miseria humana con el corazón de Dios hace que la acción surja inmediatamente. No se puede meditar sobre la misericordia sin que todo se ponga en acción. Por tanto, en la oración, no hace bien intelectualizar, no hace bien.
Con prontitud, y con la ayuda de la gracia, nuestro diálogo con el Señor tiene que concretarse en algún pecado mío qué tiene que tocar su misericordia en mí, dónde siento más vergüenza y más deseo de reparar; y rápidamente tenemos que hablar de aquello que más nos conmueve, de esos rostros que nos llevan a desear intensamente poner manos a la obra para remediar su hambre y sed de Dios, de justicia y de ternura. A la misericordia se la contempla en la acción, pero un tipo de acción que es omni-inclusiva: la misericordia incluye todo nuestro ser –entrañas y espíritu– y a todos los seres.
La última sugerencia para la jornada de hoy se refiere al fruto de los ejercicios, es decir de la gracia que tenemos que pedir y que es directamente, la de convertirnos en sacerdotes siempre más capaces de recibir y dar misericordia.
De las cosas más linda que más me conmueve es la confesión de un sacerdote, es una cosa grande y bella, porque este hombre que se acerca para confesar sus pecados es la misma persona que después presta su oído para confesar a otros.
Nos podemos centrar en la misericordia porque ella es lo esencial, lo definitivo. Por los escalones de la misericordia podemos bajar hasta lo más bajo de la condición humana -fragilidad y pecado incluidos- y ascender hasta lo más alto de la perfección divina: «Sean misericordiosos (perfectos) como vuestro Padre es misericordioso».
Pero siempre para «cosechar» sólo más misericordia. De aquí deben venir los frutos de conversión de nuestra mentalidad institucional: si nuestras estructuras no se viven ni se utilizan para recibir mejor la misericordia de Dios y para ser más misericordiosos para con los demás, se pueden convertir en algo muy extraño y contraproducente. Y de esto algunos documentos de la Iglesia y discursos de los papas hablan, piden la conversión pastoral.
Este retiro espiritual, por tanto, irá por el lado de esa «simplicidad evangélica» que entiende y practica todas las cosas en clave de misericordia. Y de una misericordia dinámica, no como un sustantivo cosificado y definido, ni como adjetivo que decora un poco la vida, sino como verbo –misericordiar y ser misericordiados– que nos lanza a la acción del corazón en medio del mundo.
Y además, como misericordia «siempre más grande», como una misericordia que crece y aumenta, dando pasos de bien en mejor, y yendo de menos a más, ya que la imagen que Jesús nos pone es la del Padre siempre más grande ‘Deus semper maior’ y cuya misericordia infinita crece, si se puede decir así, y no tiene techo ni fondo, porque proviene de su soberana libertad.
Ahora pasemos a la primera meditación la que se hace en la fiesta, y le he puesto como título de la distancia a la fiesta
Si la misericordia del Evangelio es, como hemos dicho, un exceso de Dios, un desborde inaudito, lo primero es mirar dónde el mundo de hoy y cada persona, necesita más un exceso de amor así. Lo primero es preguntarnos cuál es el receptáculo para tal misericordia; cuál es el terreno desierto y seco para tal desborde de agua viva; cuáles las heridas para ese aceite balsámico; cuál es la orfandad que necesita tal desvivirse en cariños y atenciones; cuál la distancia para tanta sed de abrazo y de encuentro…
La parábola que les propongo para esta meditación es la del padre misericordioso (cf. Lc 15,11-31). Nos situamos en el ámbito del misterio del Padre. Y me viene al corazón comenzar por ese momento en que el hijo pródigo está en medio del chiquero, en ese infierno del egoísmo, que hizo todo lo que quiso y en vez de ser libre, se encuentra esclavo. Mira a los chanchos que comen bellotas…, siente envidia y le viene la nostalgia.
Nostalgia, nostalgia, palabra clave, nostalgia por el pan recién horneado que los empleados de su casa, la casa de su padre, comen en el desayuno. La nostalgia… La nostalgia es un sentimiento poderoso. Tiene que ver con la misericordia porque nos ensancha el alma. Nos hace recordar el bien primero -la patria de donde salimos- y nos despierta la esperanza de volver. Nuestra salvación. En este horizonte amplio de la nostalgia, este joven –dice el Evangelio– entró en sí y se sintió miserable.
Cada uno de nosotros, puede buscar o dejarse llevar a ese punto en el que se siente más miserable, cada uno de nosotros tiene su secreto de miseria dentro, pedir la gracia de encontrarlo.
Sin detenernos ahora a describir lo mísero de su estado, pasemos a ese otro momento en que, después de que su Padre lo abrazó y lo besó efusivamente, él se encuentra sucio pero vestido de fiesta. Porque el padre no le dice ve y dúchate y después vuelve. No, sucio pero vestido de fiesta. Se pone el anillo al dedo igual que su padre. Tiene sandalias nuevas en los pies. Está en medio de la fiesta, entre la gente.
Algo así como a nosotros, si alguna vez nos pasó, que nos confesamos antes de la misa y ahí nomás nos encontramos «revestidos» y en medio de una ceremonia. Es un estado de avergonzada dignidad
Detengámonos en esa «avergonzada dignidad» de este hijo pródigo, de este hijo y predilecto. Si nos animamos a mantener serenamente el corazón entre esos dos extremos -la dignidad y la vergüenza-, sin soltar ninguno de ellos, quizás podamos sentir cómo late el corazón de nuestro Padre.
Un corazón que latía con ansia, subía todos los días a la terraza a mirar si el hijo volvía… Y en este punto, y en este lugar en donde hay dignidad y vergüenza, podemos imaginar cómo late el corazón de nuestro padre, Podemos imaginar que la misericordia brote como sangre. Que él sale a buscarnos –a nosotros pecadores– nos atrae a sí, nos purifica y nos lanza de nuevo, renovados, a todas las periferias a llevar misericordia a todos.
Su sangre es la sangre de Cristo, sangre de la Nueva y Eterna Alianza de misericordia, derramada por nosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados. Esta sangre la contemplamos entrando y saliendo de su corazón, y del corazón del Padre. Esto es nuestro único tesoro, lo único que tenemos para dar al mundo: la sangre que purifica y pacifica todo y a todos. La sangre del Señor que perdona los pecados. La sangre que es verdadera bebida, que resucita y da la vida a lo que está muerto debido al pecado.
En nuestra oración serena, que va de la vergüenza a la dignidad, de la dignidad a la vergüenza, las dos juntas, pedimos la gracia de sentir esa misericordia como constitutiva de nuestra vida entera; la gracia de sentir cómo ese latido del corazón del Padre se aúna con el latir del nuestro. No basta sentirla como un gesto que Dios tiene de vez en cuando, perdonándonos algún pecado gordo, y luego nos las arreglamos solos, autónomamente. No es suficiente.
San Ignacio propone una imagen caballeresca propia de su época, pero, como la lealtad entre amigos es un valor perenne, puede ayudarnos. Dice que, para sentir «confusión y vergüenza» por nuestros pecados (y no perdernos de sentir la misericordia), podemos usar un ejemplo: imaginemos que un caballero se hallase delante de su rey y de toda su corte, avergonzado y confundido en haberle mucho ofendido, siendo que por parte del rey había recibido muchos dones y muchas mercedes.
Imaginemos esta imagen. No obstante, siguiendo la dinámica del hijo pródigo en la fiesta, imaginemos a este caballero como alguien que, en vez de ser avergonzado delante de todos, el rey lo toma inesperadamente de la mano y le devuelve su dignidad. Y vemos que no sólo lo invita a seguirlo en su batalla, sino que lo pone al frente de sus compañeros. ¡Con qué humildad y lealtad lo servirá este caballero de ahora en adelante! Esto me hace pensar al último párrafo del capítulo XVI de Ezequiel.
Ya sea sintiéndonos como el hijo pródigo festejado o como el caballero desleal convertido en superior, lo importante es que cada uno se sitúe en esa tensión fecunda en la que la misericordia del Señor nos pone: no solamente de pecadores perdonados, sino de pecadores dignificados. No que el Señor solamente nos limpia, sino que nos encorona, nos da dignidad.
Simón Pedro nos ofrece la imagen ministerial de esta sana tensión. El Señor lo educa y lo forma progresivamente y lo ejercita en mantenerse así: Simón y Pedro. El hombre común, con sus contradicciones y debilidades, y el que es piedra, el que tiene las llaves, el que conduce a los demás.
Cuando Andrés lo lleva a Cristo, así como está, vestido de pescador, el Señor le pone el nombre de Piedra. Apenas acaba de alabarle por la profesión de fe que viene del Padre, cuando ya le recrimina duramente por la tentación de escuchar la voz del mal espíritu al decirle que se aparte de la cruz.
Lo invitará a caminar sobre las aguas y lo dejará hundirse en su propio miedo, para tenderle enseguida una mano; apenas se confiese pecador lo misionará a ser pescador de hombres; lo interrogará repetidamente sobre su amor, haciéndole sentir dolor y vergüenza por su deslealtad y cobardía, y también por tres veces le confiará el pastoreo de sus ovejas. Siempre estos dos polos.
Tenemos que situarnos allí, en ese espacio en el que conviven nuestra miseria más vergonzante y nuestra dignidad más alta. ¿Qué sentimos cuando la gente nos besa la mano? Y miramos nuestra miseria más íntima, mientras somos honrados por el pueblo de Dios, es otro momento para sentir esto.
Tenemos que situarnos, en ese espacio en el que conviven nuestra miseria más vergonzante y nuestra dignidad más alta. El mismo espacio. Sucios, impuros, mezquinos, vanidosos, egoístas –es el pecado de los curas la vanidad– y a la vez, con los pies lavados, llamados y elegidos, repartiendo sus panes multiplicados, bendecidos por nuestra gente, queridos y cuidados. Sólo la misericordia hace soportable ese lugar.
Sin ella, o nos creemos justos como los fariseos o nos alejamos como los que no se sienten dignos. En ambos casos, se nos endurece el corazón. Cuando nos sentimos justos como los fariseos o nos alejamos como esos que se sienten indignos. Yo no me siento digno, pero no tengo que alejarme: allí tengo que estar, con la vergüenza y la dignidad, ambas cosas juntas.
Profundizamos un poco más. Nos preguntamos: Y, ¿por qué es tan fecunda esta tensión? Entre miseria y dignidad, entre miseria y fiesta.
Diría que es fecunda porque mantenerla nace de una decisión libre. Y el Señor actúa principalmente sobre nuestra libertad, aunque nos ayude en todo. La misericordia es cuestión de libertad.
El sentimiento brota espontáneo y cuando decimos que es visceral parecería que es sinónimo de «animal». Pero en realidad los animales desconocen la misericordia «moral», aunque algunos puedan experimentar algo de esa compasión, como un perro fiel que permanece al lado de su dueño enfermo.
La misericordia es una conmoción que toca las entrañas, pero puede brotar también de una percepción intelectual aguda, directa como un rayo, pero no por simple menos compleja: uno intuye muchas cosas cuando siente misericordia.
Uno comprende, por ejemplo, que el otro está en una situación desesperada, límite; le pasa algo que excede sus pecados o sus culpas; también uno comprende que el otro es uno como yo, que él mismo podría estar en su lugar; y que el mal es tan grande y devastador que no se arregla sólo con justicia…
En el fondo, uno se convence de que hace falta una misericordia infinita, como la del corazón de Cristo, para remediar a tanto mal y tanto sufrimiento como vemos que hay en la vida de los seres humanos… Si la misericordia está debajo de este nivel, no alcanza. ¡Tantas cosas comprende nuestra mente con sólo ver a alguien tirado en la calle, descalzo, en una mañana fría, o al Señor clavado en la cruz por mí!
Además, la misericordia se acepta y se cultiva, o se rechaza libremente. Si uno se deja llevar, un gesto trae el otro. Si uno pasa de largo, el corazón se enfría. La misericordia nos hace experimentar nuestra libertad y es allí donde podemos experimentar la libertad de Dios, que es misericordioso con quien es misericordioso, como le dijo a Moisés. En su misericordia el Señor expresa su libertad. Y nosotros, la nuestra.
Podemos vivir mucho tiempo sin la misericordia del Señor. Es decir: podemos vivir sin hacerla consciente y sin pedirla explícitamente hasta que uno cae en la cuenta de que todo es misericordia y llora con amargura no haberla aprovechado antes, siendo así que la necesitaba tanto.
La miseria de la que hablamos es la miseria moral, intransferible, esa donde uno toma conciencia de sí mismo como persona que, en un punto decisivo de su vida, actuó por su propia iniciativa: eligió algo y eligió mal. Este es el fondo que hay que tocar para sentir dolor de los pecados y para arrepentirse verdaderamente.
Porque, en otros ámbitos, uno no se siente tan libre ni siente que el pecado afecta toda su vida y por tanto no experimenta su miseria, con lo cual se pierde la misericordia, que sólo actúa con esa condición.
Uno no va a la farmacia y dice: «Por misericordia, le pido una aspirina». Por misericordia pide que le den morfina para una persona sumida en los dolores atroces de una enfermedad terminal. O todo o nada, o se va hasta el fondo o no se entiende nada.
El corazón que Dios une a esa miseria moral nuestra es el corazón de Cristo, su Hijo amado, que late como un solo corazón con el del Padre y el del Espíritu.
Recuerdo cuando Pio XII escribió la encíclica Haurietis Aquas, sobre el Sagrado Corazón, alguien dijo que eso era para las monjas. El corazón de Cristo es el centro de la misericordia, quizás las monjas lo entienden mejor de nosotros porque son madres e íconos de la Virgen en la Iglesia, Haurietis Aquas. -Pero es preconciliar, -sí pero nos hará muy bien.
Es un corazón que elige el camino más cercano y que lo compromete. Esto es propio de la misericordia, que se ensucia las manos, toca, se mete, quiere involucrarse con el otro, va a lo personal con lo más personal, no «se ocupa de un caso» sino que se compromete con una persona, con su herida.
Y miremos a nuestro lenguaje. Cuántas veces sin darnos cuenta decimos: ‘Tengo un caso…’. Alto, más bien hay que decir: ‘Tengo una persona que…’. Esto es muy clerical: ‘Tengo un caso’, “he encontrado un caso…’. También a mi me sucede. Hay un poco de clericalismo: reducir el lo cocreto del amor de Dio, lo que nos da Dios, de la persona, a ‘un caso’, así tomo distancia, no me toca. No me ensucio las manos; hago una pastoral limpia, elegante, donde no arriesgo arriesgo nada. Ni siquiera –no se escandalicen– no tengo la posibilidad de un pecado vergonzoso.
La misericordia excede la justicia y lo hace saber y lo hace sentir; queda implicado uno con el otro. Al dignificar, la misericordia eleva a aquel hacia el que uno se abaja y vuelve pares a los dos, es misericordioso el que recibió misericordia. A este se le ha perdonado mucho porque ha amado mucho.
De aquí la necesidad del Padre de hacer fiesta, para que se restaure todo de una sola vez, devolviendo a su hijo la dignidad perdida. Esto posibilita mirar al futuro de manera nueva. No es que la misericordia no tome en cuenta la objetividad del daño hecho por el mal. Pero le quita poder sobre el futuro, ese es el poder de la misericordia, le quita poder sobre la vida que corre hacia delante.
La misericordia es la verdadera actitud de vida que se opone a la muerte, que es el fruto amargo del pecado. En eso es lúcida, no es para nada ingenua la misericordia. No es que no vea el mal, sino que mira lo corta que es la vida y todo el bien que queda por hacer.
Por eso hay que perdonar totalmente, para que el otro mire hacia adelante y no pierda tiempo en culparse y compadecerse de sí mismo y los motivos de su error. En el camino de ir a curar a otros, uno irá haciendo su examen de conciencia y, en la medida en que ayuda a otros, reparará el mal que hizo. La misericordia es fundamentalmente esperanzada, es madre de esperanza.
Dejarse atraer y enviar por el movimiento del corazón del Padre es mantenerse en esa sana tensión de avergonzada dignidad. Dejarse atraer por el centro de su corazón, como sangre que se ha ensuciado yendo a dar vida a los miembros más lejanos, para que el Señor nos purifique y nos lave los pies; dejarse enviar llenos del oxígeno del Espíritu para llevar vida a todos los miembros, especialmente a los más alejados, frágiles y heridos.
Un cura contaba, esto es histórico, de una persona en situación de calle que terminó viviendo en una hospedería. Era alguien cerrado en su propia amargura que no interactuaba con los demás. Persona culta, se enteraron después. Pasado algún tiempo, este hombre fue a parar al hospital por una enfermedad terminal y le contaba al cura que, estando allí, sumido en su nada y en su decepción por la vida, el que estaba en la cama de al lado le pidió que le alcanzara la escupidera y que luego se la vaciara. Contó que ese pedido de alguien que verdaderamente lo necesitaba y estaba peor que él, le abrió los ojos y el corazón a un sentimiento poderosísimo de humanidad y a un deseo de ayudar al otro y de dejarse ayudar él por Dios y se confesó. De este modo, un sencillo acto de misericordia lo conectó con la misericordia infinita, se animó a ayudar al otro y luego se dejó ayudar él: murió confesado y en paz. Este es el misterio de la misericordia.
Así, los dejo con la parábola del padre misericordioso, una vez que nos hemos situado en ese momento en que el hijo se siente sucio y revestido, pecador dignificado, avergonzado de sí y orgulloso de su padre. El signo para saber si uno está bien situado son las ganas de ser de ahora en adelante, misericordioso con todos.
Ahí está el fuego que vino a traer Jesús a la tierra, ese que enciende otros fuegos. Si no se prende la llama, es que alguno de los polos no permite el contacto. O la excesiva vergüenza, que no «pela los cables» y, en vez de confesar abiertamente «hice esto y esto», se tapa; o la excesiva dignidad, que toca las cosas con guantes.
Una palabra para terminar, sobre los excesos de la misericordia
El único exceso ante la excesiva misericordia de Dios es excederse en recibirla y en desear comunicarla a los demás. El Evangelio nos muestra muchos lindos ejemplos de los que se exceden para recibirla: el paralítico, cuyos amigos lo hacen entrar por el techo en medio del sitio donde estaba predicando el Señor, exagera; el leproso, que deja a sus nueve compañeros y regresa glorificando y dando gracias a Dios a grandes voces y va a ponerse de rodillas a los pies del Señor; el ciego Bartimeo, que logra detener a Jesús con sus gritos, y también logra vencer la aduana de los curas para ir al Señor; la mujer hemorroisa, que en su timidez se las ingenia para lograr una estrecha cercanía con el Señor y que, como dice el Evangelio, cuando tocó el manto, el Señor sintió que salía de él una dynamis…; todos son ejemplos de ese contacto que enciende un fuego y desencadena la dinámica, desencadenar la dinámica, la fuerza positiva de la misericordia.
También está la pecadora, cuyas excesivas muestras de amor al Señor al lavarle los pies con sus lágrimas y secárselos con sus cabellos, son para el Señor signo de que ha recibido mucha misericordia, y por eso lo expresa así, exagerado, pero siempre la misericordia es exagerada, excesiva. La gente más simple, los pecadores, los enfermos, los endemoniados…, son exaltados inmediatamente por el Señor, que los hace pasar de la exclusión a la inclusión plena, de la distancia a la fiesta y esto no se entiende sino en clave de esperanza, en clave apostólica, en clave del que es misericordiado para misericordiar.
Podemos terminar rezando, con el Magnificat de la misericordia, el Salmo 50 del rey David, que recitamos en los laudes todos los viernes. Es el Magnificat de «un corazón contrito y humillado» que, en su pecado, tiene la grandeza de confesar al Dios fiel que es más grande que el pecado. Dios es más grande que el pecado.
Situados en el momento en que el hijo pródigo esperaba un trato distante y, en cambio, el padre lo metió de lleno en una fiesta, podemos imaginarlo rezando el Salmo 50. Y rezarlo a dos coros con él. Con el hijo pródigo. Podemos escucharlo cómo dice: «Misericordia, Dios mío, por tu bondad; por tu inmensa compasión borra mi culpa…». Y nosotros decir: Pues yo también reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado. Y a una voz, decir: «Contra ti, Padre, contra ti solo pequé».
Rezamos desde esa tensión íntima que enciende la misericordia, esa tensión entre la vergüenza que dice: «Aparta de mi pecado tu vista, borra en mí toda culpa»; y esa confianza que dice: «Rocíame con el hisopo y quedaré limpio, lávame; quedaré más blanco que la nieve». Confianza que se vuelve apostólica: «Devuélveme la alegría de la salvación, afiánzame con espíritu firme y enseñaré a los malvados tus caminos, los pecadores volverán a ti»”.
Al concluir rezaron el salmo Miserere, y el Santo Padre recordó que se hacía todos juntos, pero pensando como si fuera a dos coros y en el otro estuviera el hijo pródigo.
(Texto de ZENIT con los añadidos improvisados por el Papa).
 
 
Segunda meditación del Papa en el retiro del Jubileo Sacerdotal: ‘Dios no se cansa de perdonarnos’.
En la basílica de Santa María la Mayor invita a mirar las llagas de Jesús y la bondad de la Virgen
https://es.zenit.org/articles/segunda-meditacion-del-papa-en-el-retiro-del-jubileo-sacerdotal-dios-no-se-cansa-de-perdonarnos/
2 JUNIO 2016 REDACCION EL PAPA FRANCISCO
El Papa en Santa María la Mayor durante la predicación en el Jubileo de los Sacerdotes (Foto ©Osservatore Romano)
El Papa En Santa María La Mayor Durante La Predicación En El Jubileo De Los Sacerdotes (Foto ©Osservatore Romano)
(ZENIT – Roma).- La segunda meditación del retiro que el papa Francisco la realizó en la basílica pontificia de Santa María la Mayor inició a medio día de este jueves, en el segundo día del Jubileo de los Sacerdotes.
Después del canto de algunos salmos, el Santo padre inició sus palabras recordando que”receptáculo de la misericordia es nuestro pecado”.
Texto completo de la Segunda Meditación
Después de haber predicado sobre la “dignidad avergonzada” y la “vergüenza digna”, que es el fruto de la Misericordia, vamos adelante con este meditación sobre el “receptáculo de la Misericordia”. Es simple. Yo podría decir solamente una frase e irme, porque es uno solo: el receptáculo de la misericordia es nuestro pecado.
Es así de simple, pero suele suceder que nuestro pecado es como un colador, como un cántaro agujereado por el que se escurre la gracia en poco tiempo. «Porque dos males ha hecho mi pueblo: me ha abandonado a mí, fuente de aguas vivas, para construir cisternas, cisternas agrietadas que no retienen el agua» (Jr 2,13).
De ahí la necesidad que el Señor explicita a Pedro de «perdonar setenta veces siete». Dios no se cansa de perdonar, pero somos nosotros que nos cansamos de pedir perdón. Dios no se cansa de perdonar aunque vea que su gracia pareciera que no termina de echar raíces fuertes en la tierra de nuestro corazón, que es camino duro, lleno de maleza y pedregoso.
Simplemente porque Dios no es pelagiano, es por esto que no se cansa de perdonar. Él vuelve a sembrar su misericordia y su perdón, y vuelve y vuelve… setenta veces siete.
Corazones re-creados
Sin embargo, podemos dar un paso más en esta misericordia de Dios que es siempre «más grande que nuestra conciencia» de pecado.
El Señor no sólo no se cansa de perdonarnos sino que renueva también el odre en que recibimos su perdón. Utiliza un odre nuevo para el vino nuevo de su misericordia, para que no sea como un vestido con remiendos ni un odre viejo. Y ese odre es su misericordia misma: su misericordia en cuanto experimentada en nosotros mismos y en cuanto la ponemos en práctica ayudando a otros. El corazón que ha recibido misericordia no es un corazón remendado pero un corazón nuevo, recreado. Aquel del cual David dice: «Crea en mi un corazón puro, renueva en mi un espíritu firme».
(Sal 50,12). Este corazón nuevo, re-creado, es un buen recipiente.
La liturgia expresa el alma de la Iglesia cuando nos hace decir esa hermosa oración: «Oh Dios, tú que maravillosamente creaste el universo, y más maravillosamente lo recreaste en la redención». Por lo tanto, esta segunda creación es más maravillosa que la primera.
Es un corazón que se sabe recreado gracias a la fusión de su miseria con el perdón de Dios y, por eso, «es un corazón misericordiado y misericordioso».
Es así: experimenta los beneficios que la gracia tiene sobre su herida y su pecado, siente cómo la misericordia pacifica su culpa, inunda con amor su sequedad, reaviva su esperanza. Por eso, cuando, al mismo tiempo y con la misma gracia, perdona al que tiene alguna deuda con él y se compadece de los que también son pecadores, esta misericordia arraiga en una tierra buena, en la que el agua no se escurre sino que da vida.
En el ejercicio de esta misericordia que repara el mal ajeno, nadie mejor que el que tiene fresca la sensación de haber sido misericordiado en el mismo mal para ayudar a curarlo.
Mírate a ti mismo, recuérdate de tu historia, cuenta tu historia y encontrarás tanta misericordia. Vemos cómo, entre los que trabajan en adicciones, los que se han rescatado suelen ser los que mejor comprenden, ayudan y exigen a los demás. Y el mejor confesor suele ser el que mejor se confiesa. Y podemos hacerlos la pregunta: ¿yo cómo me confieso? Casi todos los grandes santos han sido grandes pecadores o, como santa Teresita, tenían conciencia de que era pura gracia preveniente el hecho de que no lo hubieran sido.
Así, el verdadero recipiente de la misericordia es la misma misericordia que cada uno ha recibido y le ha recreado el corazón; ese es el «odre nuevo» del que habla Jesús (cf. Lc 5,37), el «hueco sanado».
Nos situamos así en al ámbito del misterio del Hijo, de Jesús, que es la misericordia del Padre hecha carne. La imagen definitiva del receptáculo de la misericordia la encontramos a través de las llagas del Señor resucitado, imagen de la huella del pecado restaurado por Dios, que no se borra totalmente ni supura: es cicatriz, no herida purulenta.
Las llagas del Señor. San Bernardo tiene dos hermosos sermones sobre las llagas del Señor. Allí en las llagas del Señor encontramos la misericordia. Él tiene coraje: ¿te sientes perdido? ¿Te sientes mal? entra allí en las entrañas del Señor y encontrarás misericordia.
En esa «sensibilidad» propia de las cicatrices, que nos recuerdan la herida sin doler mucho y la curación sin que se nos olvide la fragilidad, allí tiene su sede la misericordia divina: en nuestras cicatrices.
Las llagas del Señor, que aún tiene, las ha llevado consigo: el cuerpo hermoso, los lívidos no están pero las llagas las quiso llevar consigo.
A todos nosotros nos sucede que cuando vamos a hacer una visita médica y tenemos alguna cicatriz el médico nos dice: “¿Pero esta operación que fue?”. Miramos las cicatrices del alma: esta operación que has hecho tú, con tu misericordia, que has curado tú….
En la sensibilidad de Cristo resucitado que conserva sus llagas, no sólo en sus pies y en sus manos, sino que también su corazón es un corazón llagado, encontramos el sentido justo del pecado y de la gracia. Allí en el corazón herido.
Contemplando el corazón llagado del Señor nos espejamos en él. Se asemejan, nuestro corazón y el suyo, en que los dos están llagados y resucitados. Pero sabemos que el suyo era puro amor y quedó llagado porque aceptó ser vulnerado; el nuestro, en cambio, era pura llaga, que quedó sanada porque aceptó ser amada. En aquella aceptación se forma el receptáculo de la misericordia.
Nuestros santos recibieron la misericordia
Puede hacernos bien contemplar a otros que se dejaron recrear el corazón por la misericordia y mirar en qué «receptáculo» la recibieron.
Pablo la recibe en el receptáculo duro e inflexible de su juicio moldeado por la Ley. Su dureza de juicio lo impulsaba a ser un perseguidor. La misericordia lo transforma de tal manera que, a la vez que se convierte en un buscador de los más alejados, de los de mentalidad pagana, por otro lado es el más comprensivo y misericordioso para con los que eran como él había sido. Pablo deseaba ser considerado anatema con tal de salvar a los suyos.
Su juicio se consolida «no juzgándose ni siquiera a sí mismo», dejándose justificar por un Dios que es más grande que su conciencia, apelándose a Jesucristo que es abogado fiel, de cuyo amor nada ni nadie lo puede separar. La radicalidad de los juicios de Pablo sobre la misericordia incondicional de Dios, que supera la herida de fondo, la que hace que tengamos dos leyes, (la de la carne y la del Espíritu), es tal porque es el recipiente de una mente susceptible a lo absoluto de la verdad, herida allí mismo donde la Ley y la Luz se convierten en trampa. La famosa «espina» que el Señor no le quita es el receptáculo en el que Pablo recibe la misericordia del Señor (cf. 2 Co 12,7).
Pedro recibe la misericordia en su presunción de hombre sensato. Era sensato, con la sensatez maciza y trabajada de un pescador, que sabe por experiencia cuándo se puede pescar y cuándo no. Es la sensatez del que, cuando se entusiasma con esto de caminar sobre las aguas y de tener pescas milagrosas y se excede en mirarse a sí mismo, sabe pedir ayuda al único que lo puede salvar. Este Pedro fue sanado en la herida más honda que puede haber, la de negar al amigo.
Quizás el reproche de Pablo, cuando le echa en cara su doblez, tiene que ver con esto. Parecería que Pablo sentía que él había sido el peor «antes» de conocer a Cristo; pero Pedro lo fue después de conocerlo, lo negó… Sin embargo, ser sanado allí convirtió a Pedro en un Pastor misericordioso, en una piedra sólida sobre la cual siempre se puede edificar, porque es piedra débil que ha sido sanada, no piedra que en su contundencia lleva a tropezar al más débil.
Pedro es el discípulo a quien más corrige el Señor en el Evangelio. Lo corrige constantemente, hasta aquel último: «A ti qué te importa, tú sígueme a mí» (Jn 21,22). La tradición dice que se le aparece de nuevo cuando Pedro está huyendo de Roma. El signo de Pedro crucificado cabeza abajo, es quizás el más elocuente de este receptáculo de una cabeza dura que, para ser misericordiada, se pone hacia abajo incluso al estar dando el testimonio supremo de amor a su Señor.
Pedro no quiere terminar su vida diciendo: «Yo ya aprendí la lección», sino diciendo: «Como mi cabeza nunca va a aprender, la pongo para abajo». Arriba del todo, los pies que lavó el Señor. Esos pies son para Pedro el receptáculo por donde recibe la misericordia de su Amigo y Señor.
Juan será sanado en su soberbia de querer reparar el mal con fuego y terminará siendo ese que escribe «hijitos míos», y se parece a uno de esos abuelitos buenos que sólo hablan de amor, él, que era «el hijo del trueno» (Mc 3,17).
Agustín fue sanado en su nostalgia de haber llegado tarde a la cita, y esto lo hacía sufrir mucho, y en aquella nostalgia fue curado. «Tarde te amé», y encontrará esa manera creativa de llenar de amor el tiempo perdido escribiendo sus Confesiones.
Francisco es misericordiado cada vez más en muchos momentos de su vida. Quizás el receptáculo definitivo, que se convirtió en llagas reales, haya sido, más que besar al leproso, desposarse con la dama pobreza y sentir a toda creatura como hermana, el tener que custodiar en silencio misericordioso a la Orden que había fundado..
Aquí encuentro el gran heroísmo de Francisco: el tener que custodiar en misterioso silencio el Orden que había fundado. Este es su gran receptáculo de misericordia. Francisco ve que sus hermanos se dividen tomando como bandera la misma pobreza. El demonio nos hace pelear entre nosotros defendiendo las cosas más santas pero con mal espíritu.
Ignacio fue sanado en su vanidad, y si ese fue el recipiente, podemos vislumbrar lo grande que era ese deseo de vanagloria que se recreó en una tal búsqueda de la mayor gloria de Dios.
En el Diario de un cura rural, Bernanos nos relata la vida de un cura de pueblo, inspirándose en la vida del Santo Cura de Ars. Hay dos párrafos muy hermosos que narran los pensamientos íntimos del cura en los últimos momentos de su imprevista enfermedad: «Las últimas semanas que Dios me conceda seguir sosteniendo la carga de la parroquia… trataré de obrar menos preocupado por el porvenir, trabajaré tan sólo para el presente.
Esa especie de trabajo parece hecha a mi medida… Pues no tengo éxito más que en las cosas pequeñas. Y si he sido frecuentemente probado por la inquietud, tengo que reconocer que triunfo en las minúsculas alegrías». Un recipiente de la misericordia pequeñito tiene que ver con las minúsculas alegrías de nuestra vida pastoral, allí donde podemos recibir y ejercer la misericordia infinita del Padre en pequeños gestos. Los pequeños gestos de los sacerdotes.
El otro párrafo dice: «Todo ha terminado ya. La especie de desconfianza que tenía de mí, de mi persona, acaba de disiparse, creo que para siempre. La lucha ha terminado. No la comprendo ya. Me he reconciliado conmigo mismo, con este despojo que soy. Odiarse es más fácil de lo que se cree. La gracia es olvidarse. Pero si todo orgullo muriera en nosotros, la gracia de las gracias sería apenas amarse humildemente a sí mismo, como a cualquiera de los miembros dolientes de Jesucristo».
Este es el recipiente «amarse humildemente a sí mismo, como a cualquiera de los miembros dolientes de Jesucristo». Es un recipiente común, como un jarro viejo que podemos pedir prestado a los más pobres.
El «Cura Brochero», el beato argentino que pronto será canonizado, «se dejó trabajar el corazón por la misericordia de Dios». Su receptáculo terminó siendo su propio cuerpo leproso. Él, que soñaba con morir galopando, vadeando algún río de las sierras para ir a dar la unción a algún enfermo. Una de sus últimas frases fue: «No hay gloria cumplida en esta vida»; «yo estoy muy conforme con lo que ha hecho conmigo respecto a la vista y le doy muchas gracias por ello. La lepra lo había vuelto ciego. «Cuando yo pude servir a la humanidad, me conservó íntegros y robustos mis sentidos. Hoy, que ya no puedo, me ha inutilizado uno de los sentidos del cuerpo. En este mundo no hay gloria cumplida, y estamos llenos de miserias».
Nuestras cosas muchas veces quedan a medias y, por eso, salir de sí es siempre gracia. Se nos concede «dejar las cosas» para que las bendiga y perfeccione el Señor. No tenemos que preocuparnos mucho de nosotros. Esto nos permite abrirnos a las penas y alegrías de nuestros hermanos.
Era el cardenal Van Thuan el que decía que, en la cárcel, el Señor le había enseñado a distinguir entre «las cosas de Dios», a las que se había dedicado en su vida libre como sacerdote y obispo, y Dios mismo, al que se dedicaba estando encarcelado. Y así podríamos seguir, con santos, buscando como era el receptáculo de su misericordia. Pero ahora pasemos a la Virgen. ¡Estamos en su casa!
María como recipiente y fuente de misericordia
Subiendo por la escalera de los santos, en esto de ir buscando los recipientes para la misericordia, llegamos a nuestra Señora. Ella es el recipiente simple y perfecto, con el cual recibir y repartir la misericordia. Su «sí» libre a la gracia es la imagen opuesta del pecado que llevó al hijo pródigo a la nada. Ella integra una misericordia a la vez muy suya, muy de nuestra alma y muy eclesial. Como dice en el Magnificat: se sabe mirada con bondad en su pequeñez y sabe ver cómo la misericordia de Dios alcanza a todas las generaciones.
Ella sabe ver las obras que esa misericordia despliega y se siente «acogida», junto con todo Israel, por esa misericordia. Ella guarda la memoria y la promesa de la misericordia infinita de Dios para con su pueblo. El suyo es el Magnificat de un corazón íntegro, no agujereado, que mira la historia y a cada persona con su misericordia maternal.
En aquel rato a solas con María que me regaló el pueblo mexicano, mirando a nuestra Señora la Virgen de Guadalupe y dejándome mirar por ella, le pedí por ustedes, queridos sacerdotes, para que sean buenos curas. Y en el discurso a los obispos les decía que había reflexionado largamente sobre el misterio de la mirada de María, sobre su ternura y su dulzura que nos infunde valor para dejarnos misericordiar por Dios. Quisiera ahora recordarles algunos «modos» de mirar que tiene nuestra Señora, especialmente a sus sacerdotes, porque a través de nosotros quiere mirar a su gente.
María nos mira de modo tal que uno se siente acogido en su regazo. Ella nos enseña que «la única fuerza capaz de conquistar el corazón de los hombres es la ternura de Dios. Aquello que encanta y atrae, aquello que doblega y vence, aquello que abre y desencadena, no es la fuerza de los instrumentos o la dureza de la ley, sino la debilidad omnipotente del amor divino, que es la fuerza irresistible de su dulzura y la promesa irreversible de su misericordia» (Discurso a los obispos de México, 13 febrero 2016).
Lo que sus pueblos buscan en los ojos de María es «un regazo en el cual los hombres, siempre huérfanos y desheredados, están en la búsqueda de un resguardo, de un hogar». Y eso tiene que ver con sus modos de mirar: el espacio que abren sus ojos es el de un regazo, no el de un tribunal o el de un consultorio «profesional». Si alguna vez notan que se les ha endurecido la mirada, que cuando ven a la gente sienten fastidio o no sienten nada, vuelvan a mirarla a ella; mírenla con los ojos de los más pequeños de su gente, que mendiga un regazo, y ella les limpiará la mirada de toda «catarata» que no deja ver a Cristo en las almas, les curará toda miopía que vuelve borrosas las necesidades de la gente, que son las del Señor encarnado, y de toda presbicia que se pierde los detalles, «la letra chica» donde se juegan las realidades importantes de la vida de la Iglesia y de la familia.
Otro «modo de mirar de María» tiene que ver con el tejido: María mira «tejiendo», viendo cómo puede combinar para bien todas las cosas que le trae su gente. Les decía a los obispos mexicanos que, «en el manto del alma mexicana, Dios ha tejido, con el hilo de las huellas mestizas de su gente, el rostro de su manifestación en la Morenita» (ibíd.) Un maestro espiritual enseña que lo que se dice de María de manera especial, se dice de la Iglesia de modo universal y de cada alma en particular (cf. Isaac de la Estrella, Sermón 51: PL 194, 1863). Al ver cómo tejió Dios el rostro y la figura de la Guadalupana en la tilma de Juan Diego podemos rezar contemplando cómo teje nuestra alma y la vida de la Iglesia. Dicen que no se puede ver cómo está «pintada» la imagen. Es como si estuviera estampada.
Me gusta pensar que el milagro no fue sólo «estampar o pintar la imagen con un pincel», sino que «se recreó el manto entero», se transfiguró de pies a cabeza, y cada hilo ―esos que las mujeres aprenden a tejer desde pequeñas, y para las prendas más finas usan las fibras del corazón del maguey (la penca de la que se sacan los hilos)―, cada hilo que ocupó su lugar fue transfigurado, asumiendo los detalles que brillan en su sitio y, entretejido con los demás, de igual manera transfigurados, hacen aparecer el rostro de nuestra Señora y toda su persona y lo que la rodea.
La misericordia hace eso mismo, no nos «pinta» desde fuera una cara de buenos, no nos hace el photoshop, sino que, con los hilos mismos de nuestras miserias y pecados, entretejidos con amor de Padre, nos teje de tal manera que nuestra alma se renueva recuperando su verdadera imagen, la de Jesús.
Sean, por tanto, sacerdotes «capaces de imitar esta libertad de Dios eligiendo cuanto es humilde para hacer visible la majestad de su rostro y de copiar esta paciencia divina en tejer, con el hilo fino de la humanidad que encuentren, aquel hombre nuevo que su país espera. No se dejen llevar por la vana búsqueda de cambiar de pueblo, como si el amor de Dios no tuviese bastante fuerza para cambiarlo» (Discurso a los obispos de México, 13 febrero 2016).
El tercer modo es el de la atención: María mira con atención, se vuelca toda y se involucra entera con el que tiene delante, como una madre cuando es todo ojos para su hijito que le cuenta algo. «Como enseña la bella tradición guadalupana, la Morenita custodia las miradas de aquellos que la contemplan, refleja el rostro de aquellos que la encuentran. Es necesario aprender que hay algo de irrepetible en cada uno de aquellos que nos miran en la búsqueda de Dios.
Toca a nosotros no volvernos impermeables a tales miradas. Custodiar en nosotros a cada uno de ellos, conservarlos en el corazón, resguardarlos. Sólo una Iglesia capaz de resguardar el rostro de los hombres que van a tocar a su puerta es capaz de hablarles de Dios. Si no desciframos sus sufrimientos, si no nos damos cuenta de sus necesidades, nada podremos ofrecerles.
La riqueza que tenemos fluye solamente cuando encontramos la poquedad de aquellos que mendigan, y dicho encuentro se realiza precisamente en nuestro corazón de pastores» (ibíd.). A sus obispos les decía que estén atentos a ustedes, sus sacerdotes, «que no los dejen expuestos a la soledad y al abandono, presa de la mundanidad que devora el corazón» (ibíd.). El mundo nos observa con atención pero para «devorarnos», para volvernos consumidores…
Todos necesitamos ser mirados con atención, con interés gratuito, digamos. «Ustedes estén atentos ―les decía a los obispos― y aprendan a leer las miradas de sus sacerdotes, para alegrarse con ellos cuando sientan el gozo de contar cuanto “han hecho y enseñado” (Mc 6,30), y también para no echarse atrás cuando se sienten un poco rebajados y no puedan hacer otra cosa que llorar porque “han negado al Señor” (cf. Lc 22,61-62), y también para sostener […], en comunión con Cristo, cuando alguno, abatido, saldrá con Judas “en la noche” (cf. Jn 13,30). En estas situaciones, que nunca falte la paternidad de ustedes, obispos, para con sus sacerdotes. Animen la comunión entre ellos; hagan perfeccionar sus dones; intégrenlos en las grandes causas, porque el corazón del apóstol no fue hecho para cosas pequeñas» (ibíd.)
Por último, María mira de modo «íntegro», uniendo todo, nuestro pasado, presente y futuro. No tiene una mirada fragmentada: la misericordia sabe ver la totalidad y capta lo más necesario. Como María en Caná, que es capaz de «compadecerse» anticipadamente de lo que acarreará la falta de vino en la fiesta de bodas y pide a Jesús que lo solucione, sin que nadie se dé cuenta, así toda nuestra vida sacerdotal la podemos ver como «anticipada por la misericordia» de María, que previendo nuestras carencias ha provisto todo lo que tenemos.
Si algo de «vino bueno» hay en nuestra vida, no es por mérito nuestro sino por su «misericordia anticipada», esa que ya en el Magníficat canta cómo el Señor «miró con bondad su pequeñez» y «se acordó de su (alianza de) misericordia», una «misericordia que se extiende de generación en generación» sobre sus pobres y oprimidos . La lectura que hace María es la de la historia como misericordia.
Podemos terminar rezando la Salve Regina en cuyas invocaciones late el espíritu del Magnificat. Ella es la Madre de la misericordia, vida, dulzura y esperanza nuestra. Sus ojos misericordiosos son los que consideramos el mejor recipiente de la misericordia, en el sentido de poder beber en ellos esa mirada indulgente y buena de la que tenemos sed como sólo se puede tener sed de una mirada. Esos ojos misericordiosos son también los que nos hacen ver las obras de la misericordia de Dios en la historia de los hombres y descubrir a Jesús en sus rostros.
En ella encontramos la tierra prometida —el reino de la misericordia instaurado por nuestro Señor― que viene, ya en esta vida, después de cada destierro al que nos arroja el pecado. De su mano y bajo su mirada podemos cantar con alegría las grandezas del Señor. Podemos decirle: Mi alma te canta, Señor, porque miraste con bondad la humildad y pequeñez de tu servidor. Feliz de mí, que he sido perdonado.
Tu misericordia, la que practicaste con todos tus santos y con todo tu pueblo fiel, también me ha alcanzado a mí. He andado disperso, buscándome a mí mismo, por la soberbia de mi corazón, pero no he ocupado ningún trono, Señor, y mi única exaltación es que tu Madre me alce a su regazo, me cubra con su manto y me ponga junto a su corazón. Quiero ser amado por ti como uno más de los más humildes de tu pueblo, colmar con tu pan a los que tienen hambre de ti. Acuérdate, Señor, de tu alianza de misericordia con tus hijos, los sacerdotes de tu pueblo. Que con María seamos signo y sacramento de tu misericordia.
Tercera meditación del Papa en el retiro: ‘En el confesionario la verdad nos hace libres’.
https://es.zenit.org/articles/3-meditacion-del-papa-en-el-retiro-en-el-confesionario-la-verdad-nos-hace-libres/
Una meditación que fue interrumpida por aplausos.
2 JUNIO 2016SERGIO MORAEL PAPA FRANCISCO
Predicación del Papa en Santa María la Mayor
Predicación Del Papa En Santa María La Mayor
(ZENIT – Roma).- El santo padre Francisco realizó la tercera meditación del retiro de los sacerdotes en la basílica de San Pablo extra muros, con motivo del Jubileo de los Sacerdotes. Meditación que inició con el canto de la hora nona, y fue interrumpida, cosa inusual en un retiro, en tres oportunidades por aplausos, sin contar el aplauso final antes del inicio del Salve Regina.
Una meditación que inició recordando las obras de misericordia, como la atención a los pobres y enfermos pero que con el sello personal son infinitas. De lo que la gente perdona o no a los sacerdotes, y que atentar contra la misericordia es una contradicción principal. Invitó por ello a pedir la gracia de dejarnos misericordiar por Dios en todos los aspectos de nuestra vida y de ser misericordiosos con los demás en todo nuestro actuar. Y que cuando falta misericordia no hay plan pastoral que funcione. Francisco Señaló que el espacio del confesionario es donde la verdad nos hace libres, y a ser poco curiosos en el confesionario, porque para perdonar no hay que interesarse como su fuera una película. Y si miramos las obras de misericordia en conjunto, el mensaje es que el objeto de la misericordia es la vida humana misma y en su totalidad.
Texto completo de la tercera meditación.
Esta tercera meditación tiene como título: el buen olor de Cristo y la luz de su misericordia.
En nuestro tercer encuentro les propongo meditar sobre las obras de misericordia, ya sea tomando alguna de ellas, la que más sintamos ligada a nuestro carisma, ya sea contemplándolas todas juntas, viéndolas con los ojos misericordiosos de nuestra Señora, que nos hacen descubrir «el vino que falta» y nos alientan a «hacer todo lo que Jesús nos diga», para que su misericordia obre los milagros que nuestro pueblo necesita.
Las obras de misericordia están muy ligadas a los «sentidos espirituales». Al rezar pedimos la gracia de «sentir y degustar» el Evangelio de tal manera que nos sensibilice para la vida. Movidos por el Espíritu, guiados por Jesús, podemos ver ya de lejos con ojos de misericordia al quien yace caído al lado del camino, podemos escuchar los gritos de Bartimeo; podemos notar cómo el Señor siente en el borde de su manto el toque tímido pero decidido de la hemorroísa; podemos pedir la gracia de gustar con él en la cruz el sabor amargo de la hiel de todos los crucificados, para sentir así el fuerte olor de la miseria -en hospitales de campaña, en trenes y en barcones repletos de gente-; ese olor que no tapa el aceite de la misericordia, sino que al ungirlo hace que se despierte una esperanza.
El Catecismo de la Iglesia Católica, hablando de las obras de misericordia, nos cuenta que santa Rosa de Lima, el día en que su madre la reprendió por atender en la casa a pobres y enfermos, ella le contestó: «Cuando servimos a los pobres y a los enfermos, somos buen olor de Cristo» (n. 2449). Ese buen olor de Cristo –el cuidado de los pobre– es distintivo de la Iglesia, siempre lo ha sido. Pablo centró en esto su encuentro con «las columnas», como él les llama, con Pedro, Santiago y Juan. Ellos «sólo nos pidieron que nos acordáramos de los pobres».
Para mí esto lo he ya dije, apenas elegido papa, apenas seguían el escrutiño, se acercó a mi un hermano cardenal y me dijo: no te olvides de los pobres, el primer mensaje que el Señor me hizo llegar en ese momento.
El Catecismo dice también, de manera sugestiva, que «los oprimidos por la miseria son objeto de un amor de preferencia por parte de la Iglesia, que, desde los orígenes, y a pesar de los fallos de muchos de sus miembros, no ha cesado de trabajar para aliviarlos, defenderlos y liberarlos».
En la Iglesia hemos tenido y tenemos muchas cosas no tan buenas, y muchos pecados, pero en esto de servir a los pobres con obras de misericordia, siempre hemos seguido como Iglesia al Espíritu, y nuestros santos lo hicieron de manera muy creativa y eficaz.
El amor a los pobres ha sido el signo, la luz que hace que la gente glorifique al Padre. Nuestro pueblo valora esto: al cura que cuida a los más pobres, a los enfermos, que perdona a los pecadores, que enseña y corrige con paciencia…
Nuestro pueblo perdona a los curas muchos defectos, salvo el de estar apegados al dinero. El pueblo no lo perdona. Y no es tanto por la riqueza en sí, sino porque el dinero nos hace perder la riqueza de la misericordia. Nuestro pueblo olfatea qué pecados son graves para el pastor, cuáles matan su ministerio porque lo convierten en un funcionario o peor aún, en un mercenario, y cuáles son en cambio, no diría que pecados secundarios, porque no se si teológicamente se puede decir esto, sí pecados que se pueden sobrellevar, cargar como una cruz, hasta que el Señor los purifique al final, como hará con la cizaña.
Sin embargo, lo que atenta contra la misericordia es una contradicción principal. Atenta contra el dinamismo de la salvación, contra Cristo que «se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza» (2 Co 8,9). Y esto es así porque la misericordia sana «perdiendo algo de sí»: un jirón del corazón se queda con el herido, un tiempo de nuestra vida en el que teníamos ganas de hacer algo lo perdemos para lo que teníamos ganas de hacer cuando se lo regalamos al otro en una obra de misericordia.
Por eso, no se trata de que Dios tenga misericordia mí en alguna falta, como si en el resto yo fuera autosuficiente, que de vez en cuando yo realice algún acto particular de misericordia con algún necesitado. La gracia que pedimos en esta oración es la de dejarnos misericordiar por Dios en todos los aspectos de nuestra vida y de ser misericordiosos con los demás en todo nuestro actuar.
Para nosotros, sacerdotes y obispos, que trabajamos con los sacramentos bautizando, confesando, celebrando la Eucaristía…, la misericordia es la manera de convertir toda la vida del Pueblo de Dios en “sacramento”. Ser misericordioso no es sólo un modo de ser, sino el modo de ser. No hay otra posibilidad de ser sacerdote.
El Cura Brochero, decía: «El sacerdote que no tiene mucha compasión de los pecadores es medio sacerdote. Estos trapos benditos que llevo encima no son los que me hacen sacerdote; si no llevo en mi pecho la caridad, no soy ni siquiera cristiano».
Ver lo que falta para poner remedio inmediatamente y, mejor aún, preverlo, es propio de la mirada de un padre. Esta mirada sacerdotal –del que hace las veces del padre en el seno de la Iglesia Madre–, que nos lleva a ver a los hombres en clave de misericordia, es la que se debe enseñar a cultivar desde el seminario y debe alimentar todos los planes pastorales. Queremos, y le pedimos al Señor, una mirada que aprenda a discernir los signos de los tiempos en clave de «qué obras de misericordia están necesitando hoy nuestros pueblos», para poder sentir y gustar al Dios de la historia que camina en medio de ellos. Porque, como dice Aparecida citando a san Alberto Hurtado, «en nuestras obras, nuestro pueblo sabe que comprendemos su dolor».
La prueba de esta comprensión de nuestros pueblos es que en nuestras obras de misericordia siempre somos bendecidos por Dios y encontramos ayuda y colaboración en nuestra gente. No así para otro tipo de proyectos, que a veces van bien y otras no, sin que algunos se den cuenta de por qué no funciona y se rompan la cabeza buscando un nuevo, enésimo, plan pastoral, cuando uno podría decir sencillamente: no funciona porque le falta misericordia, sin necesidad de entrar en detalles.
Si no es bendecido es porque le falta misericordia. Falta esa misericordia que tiene que ver más con un hospital de campaña que con una clínica de lujo, esa misericordia que, valorando algo bueno, siembra un futuro para un encuentro de la persona con Dios, en vez de alejarla con una crítica puntual
Les propongo una oración con la pecadora perdonada (Jn 8,3-11), para pedir la gracia de ser misericordiosos en la confesión, y otra sobre la dimensión social de las obras de misericordia. Siempre me conmueve el pasaje del Señor con la mujer adúltera: como, cuando no la condenó, el Señor «faltó» a la ley; en ese punto en que le pedían que se definiera «¿hay que apedrearla o no?», no se definió, no aplicó la ley. Hizo como que no entendía, también en esto el Señor es un maestro con nosotros. Les salió con otra cosa. Inició así un proceso en el corazón de la mujer que necesitaba aquellas palabras: «Yo tampoco te condeno». Con la mano tendida la puso en pie, y esto le permitió que se encontrara con una mirada llena de dulzura que le cambió el corazón.
El Señor tiende la mano a la hija de Jairo, denle de comer. Al muchacho muerto, Naím, lo da a su madre; a esta pecadora, levántate. El Señor entra en donde quiere que el hombre esté, siempre de pié, nunca por tierra.
A veces me da una mezcla de pena e indignación cuando alguno se apura a poner en claro la última recomendación, el «no peques más». Y utiliza esta frase para «defender» a Jesús y que no quede como uno que se saltó la ley. Pienso que las palabras que utiliza el Señor forman un todo con sus acciones. El hecho de agacharse para escribir en tierra dos veces, pausando lo que les dice a los que quieren apedrear a la mujer y luego lo que le dice a ella, nos habla de un tiempo que el Señor se toma para juzgar y perdonar. Un tiempo que remite a cada uno a su interioridad y hace que los que juzgan se retiren.
En su diálogo con la mujer, el Señor abre otros espacios: uno es el espacio de la no condena. El Evangelio insiste en este espacio que ha quedado libre. Nos sitúa en la mirada de Jesús y nos dice que «no ve a nadie alrededor sino sólo a la mujer». Y luego, Jesús mismo hace mirar alrededor a la mujer con su pregunta: «¿Dónde están los que te “categorizaban”?» La palabra es importante, ya que habla de eso que tanto rechazamos, como es el que nos cataloguen o nos caricaturicen…
Una vez que la hace mirar ese espacio libre del juicio ajeno, le dice que él tampoco lo invade con sus piedras: «Yo tampoco te condeno». Y ahí mismo le abre otro espacio libre: «En adelante no peques más».
El mandamiento se da para adelante, para ayudar a andar, para «caminar en el amor». Esta es la delicadeza de la misericordia que mira con piedad lo pasado y da ánimo para el futuro. Este «no peques más» no es algo obvio. El Señor lo dice «junto con ella», le ayuda a poner en palabras lo que ella misma siente, ese «no» libre al pecado, que es como el «sí» de María a la gracia.
El «no» va dicho en relación a la raíz del pecado de cada uno. En la mujer se trataba de un pecado social, de alguien a la que se le acercaba la gente o para estar con ella o para apedrearla. O para estar con ella o para lapidarla, no había ningún otro tipo de cercanía con esta mujer.
Por eso, el Señor no sólo le despeja el camino, sino que la pone a caminar, para que deje de ser «objeto» de la mirada ajena, para que sea protagonista. El no pecar no se refiere sólo al aspecto moral, creo yo, sino a un tipo de pecado que no la deja hacer su vida.
También le dice al paralítico de la piscina de Betesda: «No peques más». Pero a este –que se justificaba con las cosas tristes que le sucedían, que tenía una psicología de víctima– la mujer no, lo pincha un poco con eso de que «no sea que te suceda algo peor». Aprovecha el Señor su manera de pensar, aquello que teme, para sacarlo de su parálisis. Lo persuade con el susto, digamos. Así, cada uno tenemos que escuchar este «no peques más» de manera honda, personal.
Esta imagen del Señor, que pone a caminar a la gente, el Señor que pone en camino a las personas, es muy apropiada: él es el Dios que se pone a caminar con su pueblo, que lleva adelante y acompaña nuestra historia. Por eso, el objeto al que se dirige la misericordia es muy preciso: es hacia aquello que hace que un hombre o una mujer no caminen en su lugar, con los suyos, a su ritmo, hacia donde Dios los invita a andar.
La pena, lo que conmueve, es que uno se pierda, o se quede atrás, o se sea presuntuoso. Que esté desubicado, digamos. Que no esté a mano para el Señor, disponible para lo que él quiera mandar. Que uno no camine humildemente en presencia del Señor (cf. Mi 6,8), que no camine en la caridad (cf. Ef 5,2).
Ahora pasemos para decir dos palabras, aunque son más de dos, pero irá bien: sobre el espacio del confesionario, donde la verdad nos hace libres
Al final de los Ejercicios, san Ignacio pone la «contemplación para alcanzar amor», que conecta lo vivido en la oración con la vida cotidiana. Y nos hace reflexionar acerca de cómo el amor hay que ponerlo más en las obras que en las palabras. Esas obras son las obras de misericordia, las que el Padre «preparó de antemano para que las practicáramos» (Ef 2,10), las que el Espíritu inspira a cada uno para el bien común (cf. 1 Co 12, 7).
A la vez que agradecemos al Señor por tantos beneficios recibidos de su bondad, pedimos la gracia de llevar a todos los hombres esa misericordia que nos ha salvado a nosotros. Les propongo, en esta dimensión social, meditar con alguno de los párrafos finales de los Evangelios.
Allí, el Señor mismo establece esa conexión entre lo recibido y lo que debemos dar. Podemos leer estos finales en clave de «obras de misericordia», que ponen en acto el tiempo de la Iglesia en el que Jesús resucitado vive, acompaña, envía y atrae nuestra libertad, que encuentra en él su realización concreta y renovada cada día.
Mateo, en el final, nos dice que el Señor envía a los apóstoles y les dice: «Enseñen a guardar todo lo que yo les he mandado». Este «enseñar al que no sabe» es en sí mismo una de las obras de misericordia. Y se espeja como la luz en las demás obras: en las de Mateo 25, que tienen que ver más con las obras así llamadas corporales y en todos los mandamientos y consejos evangélicos, de «perdonar», «corregir fraternalmente», consolar a los tristes, soportar las persecuciones… etc.
Marcos termina con la imagen del Señor que «colabora» con los apóstoles y «confirma la Palabra con las señales que la acompañan». Esas «señales» tienen la característica de las obras de misericordia. Marcos habla, entre otras cosas, de sanar a los enfermos y expulsar a los malos espíritus.
Lucas continúa su Evangelio con el libro de los «Hechos» –praxeis– de los apóstoles, narrando su modo de proceder y las obras que hacen, guiados por el Espíritu.
Juan termina hablando de las «otras muchas cosas» (21,25) o «señales» (20,30) que hizo Jesús. Los hechos del Señor, sus obras, no son meros hechos sino que son signos en los que, de manera personal y única en cada uno, se muestra su amor y su misericordia.
Podemos contemplar al Señor que nos envía a este trabajo con la imagen de Jesús misericordioso, tal como se le reveló a sor Faustina. En esa imagen podemos ver la Misericordia como una única luz que viene de la interioridad de Dios y que, al pasar por el corazón de Cristo, sale diversificada, con un color propio para cada obra de misericordia.
Las obras de misericordia son infinitas, cada una con su sello personal, con la historia de cada rostro. No son solamente las siete corporales y las siete espirituales en general. O más bien, estas, así numeradas, son como las materias primas –las de la vida misma– que, cuando las manos de la misericordia las tocan y las moldean, se convierten cada una de ellas en una obra artesanal.
Una obra que se multiplica como el pan en las canastas, que crece desmesuradamente como la semilla de mostaza. Porque la misericordia es fecunda e inclusiva. Estas son dos características importantes: la misericordia es fecunda e inclusiva.
Es verdad que solemos pensar en las obras de misericordia de una en una, y en cuanto ligadas a una obra: hospitales para los enfermos, comedores para los que tienen hambre, hospederías para los que están en situación de calle, escuelas para los que tienen que educarse, el confesionario y la dirección espiritual para el que necesita consejo y perdón…
Pero, si las miramos en conjunto, el mensaje es que el objeto de la misericordia es la vida humana misma y en su totalidad. Nuestra vida misma en cuanto «carne» es hambrienta y sedienta, necesitada de vestido, casa y visitas, así como de un entierro digno, cosa que nadie puede darse a sí mismo.
Hasta el más rico, al morir, queda hecho una miseria y nadie lleva detrás, en su cortejo, el camión de la mudanza. Nuestra vida misma, en cuanto «espíritu», tiene necesidad de ser educada, corregida y alentada (consolada).
Necesitamos que otros nos aconsejen, nos perdonen, nos aguanten y recen por nosotros. La familia es la que practica estas obras de misericordia de manera tan ajustada y desinteresada que no se nota, pero basta que en una familia con niños pequeños falte la mamá para que todo se quede en la miseria. La miseria más absoluta y crudelísima es la de un niño en la calle, sin papás, a merced de los buitres.
Hemos pedido la gracia de ser signo e instrumento, ahora se trata de «actuar», y no sólo de tener gestos sino de hacer obras, de institucionalizar, de crear una cultura de la misericordia, opuesto a una cultura de la beneficencia, tenemos que distinguir. Puestos a obrar, sentimos inmediatamente que es el Espíritu el que moviliza y lleva adelante estas obras.
Y lo hace utilizando los signos e instrumentos que desea, aunque a veces no sean los más aptos en sí mismos. Es más, se diría que para ejercitar las obras de misericordia el Espíritu elige más bien los instrumentos más pobres, los más humildes e insignificantes, los más necesitados ellos mismos de ese primer rayo de la misericordia divina.
Estos son los que mejor se dejan formar y capacitar para realizar un servicio de verdadera eficacia y calidad. La alegría de sentirse «siervos inútiles», a los que el Señor bendice con la fecundidad de su gracia, y que él mismo en persona sienta a su mesa y les ofrece la Eucaristía, es una confirmación de estar trabajando en sus obras de misericordia.
A nuestro pueblo fiel le gusta unirse en torno a las obras de misericordia. Basta ir a una audiencia general de los miércoles y vemos a cuantos grupos que están allí reunidos por obras de misericordia.
Tanto en las celebraciones –penitenciales y festivas– como en la acción solidaria y formativa, nuestro pueblo se deja juntar y pastorear de una manera que no todos advierten ni valoran, aunque fracasen tantos otros planes pastorales centrados en dinámicas más abstractas.
La presencia masiva de nuestro pueblo fiel en nuestros santuarios y peregrinaciones, presencia anónima, pero anónima por exceso de rostros y por el deseo de hacerse ver sólo por Aquel y Aquella que los miran con misericordia, así como por la colaboración también numerosa que, sosteniendo con su trabajo tanta obra solidaria, debe ser motivo de atención, de valoración y de promoción por nuestra parte. Y para mi fue una sorpresa ver como estas organizaciones en Italia sean tan fuertes y reúnan tanta gente.
Como sacerdotes, pedimos dos gracias al Buen Pastor, la de saber dejamos guiar por el sensus fidei de nuestro pueblo fiel, y también por su «sentido del pobre». Ambos «sentidos» tienen que ver con su «sensus Christi», del cual habla Pablo, con el amor y la fe que nuestro pueblo tiene por Jesús.
Después de la conclusión tengo un bonus. Terminamos rezando el Alma de Cristo, que es una hermosa oración para pedir misericordia al Señor venido en carne, que nos misericordea con su mismo Cuerpo y Alma.
Le pedimos que nos misericordee junto con su pueblo: a su alma, le pedimos «santifícanos», a su cuerpo, le suplicamos «sálvanos», a su sangre, le rogamos «embriáganos», quítanos toda otra sed que no sea de ti, al agua de su costado, le pedimos «lávanos»; a su pasión le rogamos «confórtanos», como en la oración que hicimos al inicio, en la hora nona. Consuela a tu pueblo, Señor crucificado; en sus llagas suplicamos «hospédanos»… No permitas que tu pueblo, Señor, se aparte de ti. Que nada ni nadie nos separe de tu misericordia, que nos defiende de las insidias del enemigo maligno. Así podremos cantar las misericordias del Señor junto con todos tus santos cuando nos mandes ir a ti”.
Con el canto del Anima Cristi, concluyó la ceremonia. Y el Papa añadió que “he sentido algun comento de los sacerdotes que decía, este papa nos apalea mucho”, y señala que a veces sí, pero que está edificado de ver tantos sacerdotes buenos, y que conoció a los que dormían con el teléfono en la mesa deluz, nadie moría sin los sacramentos. “Eran buenos sacertotes, todos somos pecadores, pero hay tantos y buenos sacerdotes que trabajan en silencio y escondido. Pero sabemos que hace más ruido el arbol que se cae que el bosque que crece”.
Concluyó contando que había recibido ayer una carta, de un párroco en Italia, de tres pueblos de montaña, que lamentaba que a pesar de que uno se volvió sacerdote para sentir ese olor de ovejas,”a veces es frustrante ver como se corre por el aparato burocrático y dejar a la gente casi abandonada”. Y que esto no quita la alegría se ser pastor para y con la gente. Y si a veces no tiene el olor de las ovejas, al menos veo que la grey no olvidó a su pastor. Y concluye: “Le agradezco también esos tirones de orejas que necesito para mi camino”.
O sea los palos, añade el Papa. Al concluir de leer la carta, estallan por tercera vez los aplausos.
“Hay muchos pastores así, como aquí los hay tantos. No dejar de mirar a la Virgen y dejarse mirar por ella, dejarse mirar por la gente y me permito decirlo no perder el sentido del humor”. La meditación concluyó con el canto del Salve Regina que interrumpió los aplausos.

EDD. Viernes 03 de junio de 2016.

Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús.
http://evangeliodeldia.org/main.php?language=SP&module=readings&localdate=20160602
Libro de Ezequiel 34,11-16.
Así habla el Señor: ¡Aquí estoy yo! Yo mismo voy a buscar mi rebaño y me ocuparé de él.
Como el pastor se ocupa de su rebaño cuando está en medio de sus ovejas dispersas, así me ocuparé de mis ovejas y las libraré de todos los lugares donde se habían dispersado, en un día de nubes y tinieblas.
Las sacaré de entre los pueblos, las reuniré de entre las naciones, las traeré a su propio suelo y las apacentaré sobre las montañas de Israel, en los cauces de los torrentes y en todos los poblados del país.
Las apacentaré en buenos pastizales y su lugar de pastoreo estará en las montañas altas de Israel. Allí descansarán en un buen lugar de pastoreo, y se alimentarán con ricos pastos sobre las montañas de Israel.
Yo mismo apacentaré a mis ovejas y las llevaré a descansar -oráculo del Señor-.
Buscaré a la oveja perdida, haré volver a la descarriada, vendaré a la herida y curaré a la enferma, pero exterminaré a la que está gorda y robusta. Yo las apacentaré con justicia.
Salmo 23(22),1-3a.3b-4.5.6.
El Señor es mi pastor,
nada me puede faltar.
El me hace descansar en verdes praderas,
me conduce a las aguas tranquilas
y repara mis fuerzas;
me guía por el recto sendero,
Aunque cruce por oscuras quebradas,
no temeré ningún mal,
porque Tú estás conmigo:
tu vara y tu bastón me infunden confianza.
Tú preparas ante mí una mesa,
frente a mis enemigos;
unges con óleo mi cabeza
y mi copa rebosa.
Tu bondad y tu gracia me acompañan
a lo largo de mi vida;
y habitaré en la Casa del Señor,
por muy largo tiempo.
Carta de San Pablo a los Romanos 5,5b-11.
Y la esperanza no quedará defraudada, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado.
En efecto, cuando todavía éramos débiles, Cristo, en el tiempo señalado, murió por los pecadores.
Difícilmente se encuentra alguien que dé su vida por un hombre justo; tal vez alguno sea capaz de morir por un bienhechor.
Pero la prueba de que Dios nos ama es que Cristo murió por nosotros cuando todavía éramos pecadores.
Y ahora que estamos justificados por su sangre, con mayor razón seremos librados por él de la ira de Dios.
Porque si siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, mucho más ahora que estamos reconciliados, seremos salvados por su vida.
Y esto no es todo: nosotros nos gloriamos en Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo, por quien desde ahora hemos recibido la reconciliación.
Evangelio según San Lucas 15,3-7.
Jesús les dijo entonces esta parábola:
«Si alguien tiene cien ovejas y pierde una, ¿no deja acaso las noventa y nueve en el campo y va a buscar la que se había perdido, hasta encontrarla?
Y cuando la encuentra, la carga sobre sus hombros, lleno de alegría,
y al llegar a su casa llama a sus amigos y vecinos, y les dice: «Alégrense conmigo, porque encontré la oveja que se me había perdido».
Les aseguro que, de la misma manera, habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta, que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse».
Comentario del Evangelio por San Juan Eudes (1601-1680), presbítero, predicador, fundador de institutos religiosos. Corazón admirable, libro 12; OC 8, pag. 350-352.
“El amor no consiste en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros, y envió a su Hijo para librarnos de nuestros pecados.” (1Jn 4,10)
El Corazón de Nuestro Salvador es un hogar ardiente de amor hacia nosotros, un amor purificador, un amor iluminador, un amor santificador, un amor transformador y un amor que deifica. Un amor que purifica los corazones más que el fuego purifica el oro. Un amor que ilumina, disipa las tinieblas del infierno que cubren la tierra y nos hace entrar en la luz admirable del cielo: “Nos llamó de las tinieblas a su luz admirable.” (1P 2,9) Un amor que santifica, destruye el pecado en nuestras almas para establecer en ella el reino de la gracia. Un amor que transforma las serpientes en palomas, los lobos en corderos, los animales en ángeles, los hijos del diablo en hijos de Dios, los hijos de la cólera y de la maldición en hijos de la gracia y de la bendición. Un amor que deifica, haciendo participar a los humanos en la condición divina, partícipes de la santidad de Dios, de su misericordia, de su paciencia, de su bondad, de su amor, de su caridad y de todas sus divinas perfecciones: “partícipes de la naturaleza divina.” (2P 1,4)
El Corazón de Jesús es un fuego que extiende sus llamas por todas partes, en el cielo, en la tierra y en todo el universo; fuego y llamas que abrasan los corazones de los serafines y abrasarían todos los corazones de la tierra si el hielo del pecado no se lo privara.
Hay un amor excepcional para los hombres, tanto para los buenos y sus amigos como para los malos y sus enemigos, para los cuales hay una caridad tan ardiente que todos los torrentes de las aguas de los pecados no serían capaces de apagarlo.

Comentario al evangelio de hoy jueves 02 de junio de 2016

Ama a tu prójimo como a ti mismo.
Tiempo Ordinario
Aunque cueste trabajo amar al que está más cercano a nosotros.
Por: Roberto Méndez
Fuente: Catholic.net
http://es.catholic.net/op/articulos/18368/ama-a-tu-prjimo-como-a-ti-mismo.html
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Del santo Evangelio según san Marcos 12, 28-34
En aquel tiempo, uno de los letrados se acercó a Jesús y le preguntó: ¿Cuál es el primero de todos los mandamientos? Jesús le contestó: El primero es: Escucha, Israel: El Señor, nuestro Dios, es el único Señor, y amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas. El segundo es: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No existe otro mandamiento mayor que éstos. Le dijo el escriba: Muy bien, Maestro; tienes razón al decir que El es único y que no hay otro fuera de El, y amarle con todo el corazón, con toda la inteligencia y con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a si mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios. Y Jesús, viendo que le había contestado con sensatez, le dijo: No estás lejos del Reino de Dios. Y nadie más se atrevía ya a hacerle preguntas.
Oración introductoria
Señor, quiero amarte por sobre todas las cosas, pero Tú sabes cómo me cuesta dejar mi propia manera de pensar y de actuar. Por ello te pido ilumines mi oración para que, creyendo y confiando en Ti, aproveche tu gracia para realmente vivir una caridad universal y delicada.
Petición
Señor, ayúdame a amarte con todo mi corazón, con toda mi alma, con toda mi mente y con todas mis fuerzas.
Meditación del Papa Benedicto XVI
Antes que un mandato -el amor no es un mandato- es un don, una realidad que Dios nos hace conocer y experimentar, de forma que, como una semilla, pueda germinar también dentro de nosotros y desarrollarse en nuestra vida. Si el amor de Dios ha echado raíces profundas en una persona, ésta es capaz de amar también a quien no lo merece, como precisamente hace Dios respecto a nosotros. El padre y la madre no aman a sus hijos sólo cuando lo merecen: les aman siempre, aunque naturalmente les señalan cuándo se equivocan. De Dios aprendemos a querer siempre y sólo el bien y jamás el mal. Aprendemos a mirar al otro no sólo con nuestros ojos, sino con la mirada de Dios, que es la mirada de Jesucristo. Una mirada que parte del corazón y no se queda en la superficie; va más allá de las apariencias y logra percibir las esperanzas más profundas del otro: esperanzas de ser escuchado, de una atención gratuita; en una palabra: de amor. Pero se da también el recorrido inverso: que abriéndome al otro tal como es, saliéndole al encuentro, haciéndome disponible, me abro también a conocer a Dios, a sentir que Él existe y es bueno. Amor a Dios y amor al prójimo son inseparables y se encuentran en relación recíproca. Jesús no inventó ni el uno ni el otro, sino que reveló que, en el fondo, son un único mandamiento, y lo hizo no sólo con la palabra, sino sobre todo con su testimonio: la persona misma de Jesús y todo su misterio encarnan la unidad del amor a Dios y al prójimo, como los dos brazos de la Cruz, vertical y horizontal. (Benedicto XVI, 4 de noviembre de 2012).
Reflexión
¿Quién es mi prójimo? No nos compliquemos investigando quién es nuestro prójimo. ¿Será aquél que nos encontramos en la calle, el pobre, el sucio…? Sí, él es nuestro prójimo. Pero también recordemos que prójimo es sinónimo de próximo. Algunas veces nos cuesta trabajo amar verdaderamente a nuestro prójimo que está más cercano a nosotros, en el trabajo, en la escuela. Aquella persona con la que tengo contacto personal cotidiana y que a veces humanamente me es difícil convivir, que es una cosa muy normal, pero en esos momentos es donde verdaderamente entra el verdadero amor a nuestro prójimo.
«No hagas a los demás lo que no quieras que te hagan a ti». ¿Cuántas veces hemos escuchado esta frase? Muchas ocasiones, ¿verdad?, ¿No nos parece que se queda un poco corta? Es un poco pasiva, indiferente. Le falta algo. ¡Es un poco seca!
Cambiémosla a alguna frase más activa, más dinámica, que nos mueva a realizar algo y que nos ayude a quedarnos en el «no hagas a los demás». Sería mejor decir: «haz a los demás lo que quieras que te hicieran a ti». Interpretándola de forma correcta, no esperando en realidad que por nuestros actos tenemos que recibir el mismo pago. O esta otra que dice hacer el bien sin mirar a quien. Pero aquí en lugar del “sin mirar a quién” veamos a Cristo representado en mi prójimo
¿A quién no le gusta recibir una sonrisa, un buenos días, un comentario positivo? La sonrisa es un buen detalle práctico de amor al prójimo. Sonreír plácidamente, ser amable cordial y abierto con todos. Es un lenguaje universal; lo mismo lo entiende un polaco que un chino; muchas veces ayuda a quitar aquel polvillo rutinario del trabajo, que se ha ido acumulando a lo largo de las jornadas. ¿Que más prueba de amor al prójimo podemos dar? Esta es una forma sencilla y práctica. Así construiremos un clima de benevolencia en nuestro alrededor. ¡Hagamos la prueba!
El escriba hace una anotación, que estos mandamientos valen más que todos los holocaustos y sacrificios hechos a Dios para el perdón de sus pecados y para pedir gracias especiales. Que mi vida no tenga ya otra motivación, ni otro sentido, ni otra meta que el amarte en los demás..
Diálogo con Cristo
Jesús, la más grande realidad de mi vida consiste, no en que yo te quiera, sino en que Tú me has amado primero. Ayúdame a vivir en el amor, a vivir para el amor y a vivir de amor, y así, poder entrar en ese estupor que comentó el Papa Francisco: «¿Qué es este estupor? Es algo que hace que estemos un poco fuera de nosotros por la alegría: esto es grande, muy grande. No es un mero entusiasmo, también los hinchas en el estadio se entusiasman cuando gana su equipo, ¿no? No, no es solamente entusiasmo, es algo más profundo: es el estupor que viene del encuentro con Jesús» (4/3/2013). Que mi vida no tenga ya otra motivación, ni otro sentido, ni otra meta que el amarte en los demás.
Propósito
Luchar por erradicar toda falta de caridad, en mi familia y/o en mis relaciones sociales, e invitar a otros a hacer lo mismo, con gentileza y prudencia.

EDD. Jueves 02 de junio de 2016

Jueves de la novena semana del tiempo ordinario.
http://evangeliodeldia.org/main.php?language=SP&module=readings&localdate=20160601
Segunda Carta de San Pablo a Timoteo 2,8-15.
Acuérdate de Jesucristo, que resucitó de entre los muertos y es descendiente de David. Esta es la Buena Noticia que yo predico,
por la cual sufro y estoy encadenado como un malhechor. Pero la palabra de Dios no está encadenada.
Por eso soporto estas pruebas por amor a los elegidos, a fin de que ellos también alcancen la salvación que está en Cristo Jesús y participen de la gloria eterna.
Esta doctrina es digna de fe: Si hemos muerto con él, viviremos con él.
Si somos constantes, reinaremos con él. Si renegamos de él, él también renegará de nosotros.
Si somos infieles, él es fiel, porque no puede renegar de sí mismo.
No dejes de enseñar estas cosas, ni de exhortar delante de Dios a que se eviten las discusiones inútiles, que sólo sirven para perdición de quienes las escuchan.
Esfuérzate en ser digno de la aprobación de Dios, presentándote ante él como un obrero que no tienen de qué avergonzarse y como un fiel dispensador de la Palabra de verdad.
Salmo 25(24),4-5.8-9.10.14.
Muéstrame, Señor, tus caminos,
enséñame tus senderos.
Guíame por el camino de tu fidelidad;
enséñame, porque tú eres mi Dios y mi salvador,
Yo espero en ti todo el día,
El Señor es bondadoso y recto:
por eso muestra el camino a los extraviados;
él guía a los humildes para que obren rectamente
y enseña su camino a los pobres.
Todos los senderos del Señor son amor y fidelidad,
para los que observan los preceptos de su alianza.
El Señor da su amistad a los que lo temen
y les hace conocer su alianza.
Evangelio según San Marcos 12,28-34.
Un escriba que los oyó discutir, al ver que les había respondido bien, se acercó y le preguntó: «¿Cuál es el primero de los mandamientos?».
Jesús respondió: «El primero es: Escucha, Israel: el Señor nuestro Dios es el único Señor;
y tú amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma, con todo tu espíritu y con todas tus fuerzas.
El segundo es: Amarás a tu prójimo como a tí mismo. No hay otro mandamiento más grande que estos».
El escriba le dijo: «Muy bien, Maestro, tienes razón al decir que hay un solo Dios y no hay otro más que él,
y que amarlo con todo el corazón, con toda la inteligencia y con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a sí mismo, vale más que todos los holocaustos y todos los sacrificios».
Jesús, al ver que había respondido tan acertadamente, le dijo: «Tú no estás lejos del Reino de Dios». Y nadie se atrevió a hacerle más preguntas.
Comentario del Evangelio por San Agustín (354-430), obispo de Hipona (África del Norte), doctor de la Iglesia. La Trinidad, VIII, 12 ; PL 42, 958 (trad. Luis Arias, OSA).
Amar a Dios, a su prójimo y amarse a sí mismo.
Quien no ama a su hermano no está en caridad, y quien no está en caridad no está en Dios, porque “Dios es amor” (1 Jn 4,8)
Y el que no está en Dios no está en la luz, porque “Dios es luz y en Él no hay tinieblas” (1 Jn 1,5). Y el que no vive en la luz, ¿qué maravilla no vea la luz, es decir, no ve a Dios, pues está en tinieblas? Puedes conocer al hermano de vista, a Dios no. Si al que ves en humana apariencia amases con amor espiritual, verías a Dios, quo es caridad, como es dado verlo con la mirada interior. (…)
Y no debe preocuparnos cuánta ha de ser la intensidad del amor a Dios y del amor al hermano. A Dios hemos de amarle incomparablemente más que a nosotros mismos; al hermano como nos amamos a nosotros; y cuanto más amemos a Dios: más nos amamos a nosotros mismos. Con un mismo amor de caridad amamos a Dios y al prójimo, pero a Dios por Dios, a nosotros y al prójimo por Dios.

catequesis del Papa en la audiencia del miércoles 1° de junio de 2016

Texto completo de la catequesis del Papa en la audiencia del miércoles 1° de junio de 2016
El Santo Padre profundiza la parábola del fariseo que reza vanagloriándose como delante de un espejo, y en cambio el publicano que se presenta con el corazón desnudo y que vuelve justificado
1 JUNIO 2016 REDACCION EL PAPA FRANCISCO.
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El Papa Bendice A Una Niña (©Foto Osservatore Romano)
(ZENIT – Ciudad del Vaticano).- El papa Francisco en la audiencia de este miércoles ha profundizado la parábola del fariseo y del publicano. Ha señalado que el fariseo se cree justo, reza a Dios pero en realidad se reza a sí mismo, porque expone los propios méritos. En cambio el publicano presentándose ‘con las manos vacías’, con el corazón desnudo y reconociéndose pecador, nos muestra a todos la condición necesaria para recibir el perdón del Señor. Y dice una oración que, como la plegaria de los humildes, abre las puertas del corazón de Dios: “Oh Dios, ten piedad de mí pecador”.
A continuación el texto completo de la catequesis del papa Francisco
“¡Queridos hermanos y hermanas, buenos días!
El miércoles pasado hemos escuchado la parábola del juez y de la viuda sobre la necesidad de rezar con perseverancia. Hoy con otra parábola, Jesús nos quiere enseñar cuál es la actitud justa para rezar e invocar la misericordia del Padre; cómo hay que rezar; la actitud justa para rezar: es la parábola del fariseo y del publicano.
Ambos protagonistas suben al templo para rezar pero actúan de manera diferente, obteniendo resultados opuestos. El fariseo reza ‘de pie’ y usa muchas palabras. La suya es sí, una oración de agradecimiento dirigida a Dios, pero en realidad es un exponer los propios méritos, con sentido de superioridad hacia los otros hombres, que califica de ‘ladrones, injustos, adúlteros’, como ejemplos, y señala a aquel otro como ‘este publicano’. Pero justamente aquí está el problema: el fariseo reza a Dios, pero en realidad se reza a sí mismo.
¡Se reza a si mismo!, en cambio de tener delante de los ojos al Señor, tiene un espejo. A pesar de que se encuentra en el templo, no siente la necesidad de postrarse delante de la majestad de Dios; está de pie, se siente seguro, ¡casi como si fuera él el dueño del templo!
El hace una lista de las cosas cumplidas: es irreprensible, observante de la Ley más de lo debido, ayuna ‘dos veces por semana’ y paga el diezmo de todo lo que posee.
Vale a decir, más que rezar, el fariseo de complace de la propia observancia de los preceptos. Y entretanto su actitud y sus palabras están lejos del modo de actuar y de hablar de Dios, el cual ama a todos los hombres y no desprecia a los pecadores. Al contrario aquel fariseo desprecia a los pecadores, también cuando señala que el otro está allí. O sea, el fariseo que se considera justo, no respeta el mandamiento más importante: el amor por Dios y por el prójimo.
No es suficiente por lo tanto preguntarnos ‘cuánto rezamos’, tenemos que preguntarnos también ‘cómo rezamos’, o mejor aún, ‘cómo es nuestro corazón’: es importante examinarlo para evaluar los pensamientos, los sentimientos y extirpar arrogancia e hipocresía. Pero me pregunto: ¿es posible rezar con arrogancia? No. ¿Se puede rezar con hipocresía? No. Tenemos que rezar solamente poniéndonos delante de Dios así como somos. No como el fariseo que rezaba con arrogancia e hipocresía. Estamos todos tomados por el frenesí del ritmo cotidiano, muchas veces a la merced de sensaciones, trastornados y confundidos. Es necesario aprender a encontrar el camino hacia nuestro corazón, recuperar el valor de la intimidad y del silencio, porque es allí que Dios nos encuentra y habla.
Solamente partiendo desde allí podemos a su vez animar a los otros y hablar con ellos. El fariseo se ha encaminado hacia el templo, está seguro de sí mismo, pero no se da cuenta de haber perdido el camino de su corazón.
El publicano en cambio, ‘el otro’, se presenta en el templo con ánimo humilde y arrependito: ‘deteniéndose a distancia, no osaba ni siquiera levantar los ojos al cielo, pero se golpeaba el pecho’. Su oración es brevísima, no es larga como la del fariseo: ‘Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador’. Nada más que esto. “Oh Dios, ten piedad de mí pecador”. Bella oración, ¿verdad? Podemos decirla tres veces, todos juntos. Digámos: ‘Oh Dios, ten piedad de mí pecador’…
En aquel tiempo los los cobradores de impuestos — llamados por ello ‘publicanos’– eran considerados personas impuras, sometidas a los dominadores extranjeros, eran mal vistos por la gente y generalmente asociados a los ‘pecadores’.
La parábola enseña que uno es justo o pecador no por la propia pertenencia social, sino por el modo de relacionarse con Dios y por el modo de relacionarse con los hermanos. Los gestos de penitencia y las pocas y simples palabras del publicano testimonian su conciencia sobre su mísera condición.
Su oración es lo esencial. Actúa como un humilde, seguro solo de ser un pecador necesitado de piedad. Si el fariseo no pedía nada porque tenía ya todo, el publicano puede solo mendigar la misericordia de Dios. Y esto es bello, ¿verdad?: mendigar la misericordia de Dios.
Presentándose ‘con las manos vacías’, con el corazón desnudo y reconociéndose pecador, el publicano nos muestra a todos la condición necesaria para recibir el perdón del Señor. Al final justamente él, despreciado así, se convierte en icono del verdadero creyente.
Jesús concluye la parábola con una sentencia: ‘Les aseguro que este último –es decir, el publicano– volvió a su casa justificado, porque quien se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado’ (v. 14). De estos dos, ¿Quién es el corrupto? El fariseo.
El fariseo es justamente el icono del corrupto que finge orar, pero solamente logra vanagloriarse de sí mismo como delante de un espejo. Es un corrupto pero finge orar. Así, en la vida quien se cree justo y juzga a los demás y los desprecia, es un corrupto y un hipócrita. La soberbia compromete toda acción buena, vacía la oración, aleja de Dios y de los demás.
Si Dios prefiere la humildad no es para desanimarnos: la humildad es más bien la condición necesaria para ser elevados por Él, para así experimentar la misericordia que viene a colmar nuestros vacíos.
Si la oración del soberbio no alcanza el corazón de Dios, la humildad del miserable abre sus puertas. Dios tiene una debilidad: la debilidad por los humildes. Delante a un corazón humilde, Dios abre enteramente su corazón.
Es esta humildad que la Virgen María expresa en el cántico del Magníficat: “Ha mirado la humildad de su serviora. […] Su misericordia se extiende de generación en generación sobre aquellos que lo temen” (Lc 1,48.50). Ella que es nuestra madre nos ayude a rezar con un corazón humilde. Y nosotros, repitamos nuevamente tres veces, aquella bella oración: “Oh Dios, ten piedad de mí pecador”…

No es un Dios de muertos, sino de vivos.

No es un Dios de muertos, sino de vivos. El espíritu es quien da vida.
Por: Buenaventura Acero
Fuente: Catholic.net
http://es.catholic.net/op/articulos/18367/acerca-de-la-resurreccin.html
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Del santo Evangelio según san Marcos 12, 18-27
Se le acercan unos saduceos, esos que niegan que haya resurrección, y le preguntaban: «Maestro, Moisés nos dejó escrito que si muere el hermano de alguno y deja mujer y no deja hijos, que su hermano tome a la mujer para dar descendencia a su hermano. Eran siete hermanos: el primero tomó mujer, pero murió sin dejar descendencia; también el segundo la tomó y murió sin dejar descendencia; y el tercero lo mismo. Ninguno de los siete dejó descendencia. Después de todos, murió también la mujer. En la resurrección, cuando resuciten, ¿de cuál de ellos será mujer? Porque los siete la tuvieron por mujer». Jesús les contestó: «¿No estáis en un error precisamente por esto, por no entender las Escrituras ni el poder de Dios? Pues cuando resuciten de entre los muertos, ni ellos tomarán mujer ni ellas marido, sino que serán como ángeles en los cielos. Y acerca de que los muertos resucitan, ¿no habéis leído en el libro de Moisés, en lo de la zarza, cómo Dios le dijo: Yo soy el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob? No es un Dios de muertos, sino de vivos. Estáis en un gran error».
Oración introductoria
Dios Padre, hazme comprender que me llamas respetando mi libertad, aunque desgraciadamente a veces haga mal uso de ella. Por eso vengo a esta meditación buscando, la luz para no desviarme del camino y la fuerza para no doblegarme ante las dificultades.
Petición
Espíritu Santo, que no desconfíe del poder de Dios y sepa comprender su Palabra.
Meditación del Papa Francisco
En el Evangelio se encuentran dos signos reveladores de quien sabe lo que se debe creer pero no tiene fe. El primer signo es la casuística representada por aquellos que preguntaban a Jesús si era lícito pagar las tasas o cuál de los siete hermanos del marido debía casarse con la mujer que había quedado viuda. El segundo signo es laideología.
Los cristianos que piensan la fe como un sistema de ideas, ideológico. En aquel tiempo había gnósticos, pero había muchos… Y así, estos que caen en la casuística o estos que caen en la ideología son cristianos que conocen la doctrina pero sin fe, como los demonios. Con la diferencia que ellos tiemblan, estos no: viven tranquilos.
En el Evangelio hay también ejemplos de personas que no conocen la doctrina pero tienen mucha fe. En el episodio de la Cananea, con su fe logra la sanación de la hija víctima de una posesión, y la Samaritana que abre su corazón porque ha encontrado no verdades abstractas sino a Jesucristo. También el ciego curado por Jesús y que por esto es interrogado por fariseos y doctores de la ley, hasta que se arrodilla con sencillez y adora a quien lo ha sanado. Tres personas que demuestran como fe y testimonio son indisolubles. (Cf Homilía de S.S. Francisco, 21 de febrero de 2014, en Santa Marta).
Reflexión
Estáis en un gran error, advierte Jesús. Pero para quien tiene fe, el poder de Dios y las Escrituras hablan desde otro punto de vista totalmente diferente. «El espíritu es quien da vida, la carne no sirve para nada» (Jn 6, 63). Y aquí la carne está representada por los pensamientos demasiado apegados a nuestra condición terrena. Por la falta de sentido trascendente, por el olvido de nuestra dimensión espiritual, del motor interior del amor y del deseo de Dios que laten en nuestro interior.
Cuando el mundo pregona los parabienes de sus placeres, las ventajas de su libertades y la felicidad de su estilo de vida, no es veraz en la mayoría de la ocasiones. No nos conviene apegarnos a este error materialista que oscurece la parte más bella de nuestra vida y esperanza futura. Aquella parte que nos convierte en seres unidos a Dios, a su trascendencia y a su felicidad. Quien comprende y pone en práctica la prioridad de su vida espiritual puede experimentar todo lo demás como secundario.
La clave por la que interpretamos el futuro, que tanto nos preocupa a veces, está en Dios, y sólo Él nos la puede revelar a cada uno como un secreto único e intransferible, lleno de plenitud y realización.
Propósito
Dedicar más y mejor tiempo para hacer un examen de conciencia, profundo, sobre los progresos y retrocesos en mi vida espiritual.
Diálogo con Cristo
Padre mío, me has creado con una naturaleza que busca trascender, porque me has dado la dignidad de ser tu hijo. Ilumina mi meditación para que confirme que nunca será en las personas, por más buenas que sean, y por mucho que las ame, donde podré saciar esta sed de trascendencia, porque todas las creaturas, fallamos y somos finitas. Permite que sepa comprender que la gran verdad de mi vida es que Tú me amas.

EDD. Miércoles 01 de junio de 2016

Miércoles de la novena semana del tiempo ordinario
Segunda Carta de San Pablo a Timoteo 1,1-3.6-12.
Pablo, Apóstol de Jesucristo, por la voluntad de Dios, para anunciar la promesa de Vida que está en Cristo Jesús,
saluda a Timoteo, su hijo muy querido. Te deseo la gracia, la misericordia y la paz que proceden de Dios Padre y de nuestro Señor Jesucristo.
Doy gracias a Dios, a quien sirvo con una conciencia pura al igual que mis antepasados, recordándote constantemente, de día y de noche, en mis oraciones.
Por eso te recomiendo que reavives el don de Dios que has recibido por la imposición de mis manos.
Porque el Espíritu que Dios nos ha dado no es un espíritu de temor, sino de fortaleza, de amor y de sobriedad.
No te avergüences del testimonio de nuestro Señor, ni tampoco de mí, que soy su prisionero. Al contrario, comparte conmigo los sufrimientos que es necesario padecer por el Evangelio, animado con la fortaleza de Dios.
El nos salvó y nos eligió con su santo llamado, no por nuestras obras, sino por su propia iniciativa y por la gracia: esa gracia que nos concedió en Cristo Jesús, desde toda la eternidad,
y que ahora se ha revelado en la Manifestación de nuestro Salvador Jesucristo. Porque él destruyó la muerte e hizo brillar la vida incorruptible, mediante la Buena Noticia,
de la cual he sido constituido heraldo, Apóstol y maestro.
Por eso soporto esta prueba. Pero no me avergüenzo, porque sé en quien he puesto mi confianza, y estoy convencido de que él es capaz de conservar hasta aquel Día el bien que me ha encomendado.
Salmo 123(122),1-2a.2bcd.
Levanto mis ojos hacia ti,
que habitas en el cielo.
Como los ojos de los servidores
están fijos en las manos de su señor,
y los ojos de la servidora
en las manos de su dueña:
Evangelio según San Marcos 12,18-27.
Se le acercaron unos saduceos, que son los que niegan la resurrección, y le propusieron este caso:
«Maestro, Moisés nos ha ordenado lo siguiente: ‘Si alguien está casado y muere sin tener hijos, que su hermano, para darle descendencia, se case con la viuda’.
Ahora bien, había siete hermanos. El primero se casó y murió sin tener hijos.
El segundo se casó con la viuda y también murió sin tener hijos; lo mismo ocurrió con el tercero;
y así ninguno de los siete dejó descendencia. Después de todos ellos, murió la mujer.
Cuando resuciten los muertos, ¿de quién será esposa, ya que los siete la tuvieron por mujer?».
Jesús les dijo: «¿No será que ustedes están equivocados por no comprender las Escrituras ni el poder de Dios?
Cuando resuciten los muertos, ni los hombres ni las mujeres se casarán, sino que serán como ángeles en el cielo.
Y con respecto a la resurrección de los muertos, ¿no han leído en el Libro de Moisés, en el pasaje de la zarza, lo que Dios le dijo: Yo soy el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob?
El no es un Dios de muertos, sino de vivientes. Ustedes están en un grave error».
Comentario del Evangelio por Catecismo de la Iglesia Católica. § 988-994.
«No es Dios de muertos sino de vivos».
«Creo en la resurrección de la carne»: El Credo cristiano –profesión de nuestra fe en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, y en su acción creadora, salvadora y santificadora- culmina en la proclamación de la resurrección de los muertos al fin de los tiempos, y en la vida eterna. Creemos firmemente, y así lo esperamos, que del mismo modo que Jesucristo ha resucitado verdaderamente de entre los muertos, y que vive para siempre, igualmente los justos después de su muerte vivirán para siempre con Cristo resucitado y que él los resucitará en el último día. Como la suya, nuestra resurrección será obra de la Santísima Trinidad… El término «carne» designa al hombre en su condición de debilidad y mortalidad. La «resurrección de la carne» significa que, después de la muerte, no habrá solamente vida del alma inmortal, sino que también nuestros «cuerpos mortales» (Rm 8,11) volverán a tener vida.
Creer en la resurrección de los muertos ha sido desde sus comienzos un elemento esencial de la fe cristiana. «La resurrección de los muertos es esperanza de los cristianos; somos cristianos por creer en ella» (Tertuliano)… La resurrección de los muertos fue revelada progresivamente por Dios a su Pueblo. La esperanza en la resurrección corporal de los muertos se impuso como una consecuencia intrínseca de la fe en un Dios creador del hombre todo entero, alma y cuerpo. El creador del cielo y de la tierra es también Aquel que mantiene fielmente su alianza con Abraham y su descendencia. En esta doble perspectiva comienza a expresarse la fe en la resurrección…
Los fariseos y muchos contemporáneos del Señor esperaban la resurrección. Jesús la enseña firmemente. A los saduceos que la niegan responde: «Vosotros no conocéis ni las Escrituras ni el poder de Dios, vosotros estáis en el error». La fe en la resurrección descansa en la fe en Dios que «no es un Dios de muertos sino de vivos». Pero hay más: Jesús liga la fe en la resurrección a la fe en su propia persona: «Yo soy la resurrección y la vida» (Jn 11,25). Es el mismo Jesús el que resucitará en el último día a quienes hayan creído en él, y hayan comido su cuerpo y bebido su sangre (Jn 6,40.54).

En la homilía de este martes, el Santo Padre recuerda que el servicio y el encuentro hacen experimentar una “alegría” que “llena la vida”.

El Papa en Sta. Marta: Quien no vive para servir, no sirve para vivir.
En la homilía de este martes, el Santo Padre recuerda que el servicio y el encuentro hacen experimentar una “alegría” que “llena la vida”.
https://es.zenit.org/articles/el-papa-en-sta-marta-quien-no-vive-para-servir-no-sirve-para-vivir/
31 MAYO 2016 REDACCION EL PAPA FRANCISCO
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El Papa En Santa Marta (Foto Copyright Osservatore Romano)
(ZENIT – Ciudad del Vaticano).- Si aprendiéramos el servicio e ir al encuentro de los otros, “cómo cambiaría el mundo”. Así lo ha indicado el papa Francisco al concluir la homilía de la misa celebrada esta mañana en Santa Marta. Este martes, el Santo Padre ha dedicado su reflexión a la Virgen, en el último día del mes mariano. Servicio y encuentro hacen experimentar una “alegría” que “llena la vida”.
Así, ha destacado la valentía femenina, capacidad de ir al encuentro de los otros, mano extendida en señal de ayuda, cuidado. Son ideas que el Papa traza del pasaje del Evangelio que narra la visita de María a santa Isabel. Este pasaje –observa– junto a las palabras del profeta Sofonías en la Primera Lectura y de san Pablo en la segunda diseña “una liturgia llena de alegría” que llega como una bocanada de “aire fresco” a “llenar nuestra vida”.
Por eso, el Santo Padre ha advertido lo feo que es ver cristianos “con la cara retorcida”, “tristes”. De este modo ha asegurado que “no son plenamente cristianos”. Y ha añadido que “en esta atmósfera de alegría, que la liturgia de hoy nos da como un regalo” ha querido subrayar dos cosas: una actitud y un hecho.
La actitud sobre la que ha reflexionado es “el servicio”. En esta línea, el Santo Padre ha precisado que el de María es un servicio que se lleva a cabo sin dudar. María fue “deprisa” y esto, ha explicado Francisco, a pesar de que estaba embarazada y corriendo el riesgo de encontrar ladrones en el camino. “Esta chica de dieciséis o diecisiete años, no más, era valiente. Se levanta y va”, ha observado.
Al respecto, el Pontífice ha hablado de la “valentía de mujer”. Las mujeres valientes que hay en la Iglesia son como la Virgen. Así ha precisado que son “estas mujeres que llevan adelante la familia, estas mujeres que llevan adelante la educación de los hijos, que enfrentan tantas adversidades, tanto dolor, que curan los enfermos…”. Valientes: “se alzan y sirven, sirven. El servicio es signo cristiano. Quien no vive para servir, no sirve para vivir. Servicio en la alegría, esta es la actitud que yo quisiera subrayar. Hay alegría y también servicio. Siempre para servir”.
El segundo punto sobre el que se ha detenido el Papa es el encuentro entre María y su prima. “Estas dos mujeres se encuentran y se encuentran con alegría”, ese momento es “todo fiesta”. Por eso, ha advertido de que si nosotros aprendiéramos esto, el servicio de ir al encuentro con los otros, “cuánto cambiaría el mundo”.
Al respecto, el Santo Padre ha observado que el encuentro es otro signo cristiano. “Una persona que se dice cristiana y no es capaz de ir al encuentro de los otros, de encontrar a los otros, no es totalmente cristiana”, ha precisado. Por eso ha recordado que tanto el servicio como el encuentro requieren salir de uno mismo: salir para servir y salir para encontrar, para abrazar a otra persona.
Finalmente, el Papa ha señalado que el Señor está en el servicio, el Señor está en el encuentro”.

Comentario al evangelio de hoy martes 31 de mayo de 2016.

Evangelio de hoy 31 de mayo de 2016 :
Lectura del santo evangelio según san Lucas (1,39-56):
En aquellos días, María se puso en camino y fue aprisa a la montaña, a un pueblo de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. En cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre.
Se llenó Isabel del Espíritu Santo y dijo a voz en grito: «¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? En cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. Dichosa tú, que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá.»
María dijo: «Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador; porque ha mirado la humillación de su esclava. Desde ahora me felicitarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí: su nombre es santo, y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación. Él hace proezas con su brazo: dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos. Auxilia a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia, como lo había prometido a nuestros padres en favor de Abrahán y su descendencia por siempre.»
María se quedó con Isabel unos tres meses y después volvió a su casa.
Palabra del Señor
Comentario al Evangelio de hoy martes,
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Queridos hermanos:
Los evangelistas Mateo y Lucas anteponen a la actividad profético-mesiánica de Jesús algunas narraciones sobre su infancia; son narraciones de muy difícil valoración histórica, pero llenas de unción religiosa y penetración teológica. Particularmente Lc 1-2 tiene un encantador sabor a “ingenuidad”, y es una permanente invitación a la alegría. Algunos especialistas creen que esos capítulos, en buena medida, surgieron en un grupo judeo-cristiano de anawim o “pobres de Yahvé”, que celebran gozosamente la redención acontecida en Jesús: el Dios fiel a la alianza ha cumplido las promesas. El tercer evangelista habría aprovechado ese material para hacerlo obertura de su evangelio.
La María grávida del Mesías de Dios personifica a la antigua “Hija de Sion” (que es Sion misma); en ella es realidad incluso biológica la expresión “Yahvé está en medio de ti”. Y así como Israel, o Sion, estaba llamado a ser portador de Dios para todas las gentes, así María, cuando entra en casa de sus parientes, los sorprende con la presencia del Hijo de Dios, llena el espacio de alegría, hace pregustar la redención.
El Vaticano II presenta a María como figura de la Iglesia; expresamente le dedica el último capítulo de la Constitución sobre la Iglesia y entre otras cosas afirma: “la Madre de Jesús, glorificada ya en los cielos en cuerpo y alma, es imagen y principio de la Iglesia que habrá de tener su cumplimiento en la vida futura”. Por lo mismo considera que las diversas funciones desempeñadas históricamente por María deben ser prolongadas por la Iglesia; y ello gracias a que también la Iglesia lleva en sus mismas entrañas a Jesús.
¿Qué puede decirnos a nosotros esta fiesta de la presentación? Algo elemental salta a la vista: María, pequeña esclava, está llena de gozo, proclama la bondad de Dios para con ella y contagia la alegría de su corazón. Su visita llena la casa de un aroma diferente. Como creyentes nos toca celebrar igualmente esa bondad de Dios para con nosotros y transmitir el gozo de la salvación a quienes aparezcan en nuestro camino.
Por su carácter candoroso y aparentemente ingenuo, estas narraciones del evangelio de la Infancia han sido designadas como el “apócrifo canónico”. Tal designación nos invita a asimilar con sencillez el elemento edificante; la llaneza y el candor no excluyen la profundidad teológico-espiritual
Vuestro hermano
Severiano Blanco cmf