Comentario al Sábado Santo.

ENTRE LA CRUZ Y LA AURORA: EL MISTERIO DEL SÁBADO SANTO.
En el Sábado Santo, la Palabra se silencia. Es el tiempo de la espera, de la sombra, del no saber. Pero el silencio de Dios es también el comienzo de un nuevo día.
Hoy, en este Sábado Santo, no hay Evangelio del Día para meditar. Como bien recordó el Papa emérito Benedicto XVI, este es el día de la ocultación de Dios, el día en que Cristo descendió al misterio de la muerte. Si en el Viernes Santo todavía teníamos al Señor crucificado para mirar, en el Sábado Santo todos nos encontramos ante un terrible misterio el abismo del silencio del Señor. «Hoy reina el silencio en toda la creación: Jesús yace muerto en la tumba. No hay celebraciones en los templos católicos: Dios el Creador realmente murió por sus criaturas».
Para los primeros discípulos, este silencio parece haber sido ensordecedor. Cada uno sentía en su corazón el peso absurdo de las últimas horas. Judas se había suicidado, Pedro intentaba elaborar el hecho de que negara a Cristo tres veces, los demás sentían culpa por haber huido. Aquellos que tenían paz de conciencia María, Madre de Jesús, María Magdalena, el apóstol Juan no luchaban contra el remordimiento, sino que sentían el agotamiento provocado por el drama que presenciaron. Tenían el corazón vacío, porque parecía que Jesús ya no estaba allí.
Para nosotros, que conocemos el giro pascual, el Sábado Santo es un tiempo de recogimiento. Un intervalo de silencio, como el entumecimiento que sucede a un acontecimiento emocional intenso. mañana será día de fiesta, pero hoy la Palabra se calla. Y esto tiene sentido: la peregrinación cristiana está hecha de encuentros con Cristo, pero también de desiertos. De gestos y acción, pero también de inacción y escucha. De palabras e interpretaciones, pero también de un silencio que no es ausencia, sino gestación.
La mayoría de nuestros días se asemejan al Sábado Santo. Son días de espera. Esperamos respuestas, sanaciones, reconciliaciones, comienzos. Algunas esperas son amargas, marcadas por la desesperación o la pasividad. Pero hay también la espera de la esperanza aquella que confía en que, incluso en el silencio, Dios obra.
Esa es la espera a la que estamos llamados. La espera del cristiano es activa: sabe que Dios actúa incluso en las sombras, incluso cuando todo parece terminado. No es la espera del «lo que sea», ni la de «nada va a cambiar». Es una espera que mira atentamente, como hicieron algunas de las discípulos, incluso cuando los discípulos se escondieron. Porque el cambio siempre es posible, y la esperanza nunca está muerta.
Hoy, entonces, es día de silencio. De escuchar el vacío entre la cruz y la resurrección. De integrar el silencio como parte del camino. De descansar de la prisa, de la ansiedad por respuestas, y acoger este intervalo como semilla escondida en la tierra.
El «no-Evangelio de hoy» es esencial: es la invitación a aprender a gustar el silencio y reconocerlo como lenguaje de Dios. Pues la tumba no es el fin. Es reposo, es esperanza y promesa.