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Homilía para la Eucaristía del domingo 23 de febrero de 2020.

DOMINGO SÉPTIMO DEL AÑO. (Dgo.  23 de Feb).

Levítico 19,1-2.17-18: Sección de las  “Leyes de santidad”. Al Pueblo de Dios se le exige ser como Dios: Santo. Y el camino no es otro que el hermano.

1 Corintios 3,16-23: La Comunidad cristiana es el Templo de Dios. No se le puede profanar mezclándolo con sabiduría humana, ya que provoca división.

Mateo 5,38-48: Jesús enseña la manera nueva de amar al prójimo: como un hijo de Dios.

1.- El Señor nos propone algo sobrehumano: ser como Él. Y lo expresa de dos maneras: “Ustedes serán santos, porque Yo, el Señor su Dios, soy santo”.  Y en el evangelio nos dice: “Sean perfectos como es perfecto el Padre de ustedes”.

Dios es Santo, es decir, distinto, único; no hay nadie como Él. Dios, por ser santo, es el fundamento de todo; el Pueblo de Dios debe ser en el mundo “distinto” a los otros pueblos, debe parecerse al Señor.  ¿De qué manera?

El único camino es el hombre, el hermano de la comunidad. Un verdadero israelita debe tomar en serio a los de su comunidad. Las leyes de santidad que aparecen en el Levítico tienen que ver con la conducta a observar con el otro, con el de la comunidad. No está obligado a amar al no israelita, al enemigo.

2.- Jesús amplía el campo del amor. Hay que amar también al enemigo y amarlo de verdad, por eso, hay que orar por él. El que ora coloca al enemigo en su interior, en su corazón. Como lo hacemos cuando oramos por un ser querido. Sólo así se manifiesta de qué linaje somos, si de Dios o de los hombres. Cuando en la comunidad cristiana nos dejamos contaminar de la sabiduría o criterios humanos, estamos haciendo distingos, seleccionando a los prójimos. ¡Y Dios no es así! Tenemos que ser como nuestro Padre Dios: Perfecto. Perfecto significa íntegro, no doble. Dios nos quiere íntegros en el amor. Debemos amar con un corazón íntegro, entero. El que anda con miramientos, como seleccionando a quién amar, demuestra que tiene un corazón dividido, no es Perfecto.

3.- Ya nos damos cuenta que el mundo, con su mezquina sabiduría, ama de un modo mezquino, ama a los suyos, a los correligionarios. No sabe tener un corazón entero para con los demás.

Y un discípulo tiene que amar mejor que lo que se ama en el mundo. Debemos amar no sólo de obras, sino también con actitudes y sentimientos hacia los otros. San Pablo dice: “Amen con sinceridad” (Romanos 12,9). El texto original dice: “Anhipócritos”, es decir, sin hipocresía, sin fingimiento, sino con sinceridad, con un corazón simple. Eso es perfección, eso es lo que se espera de un discípulo del Reino de Dios. Ya lo decía la otra vez, si amamos como los del mundo, no hace falta ser cristiano, basta con ser bien educado. Pero de nosotros Dios espera más.

4.- Se nos pide ser diferentes, distintos. Es así como seremos en la sociedad personas distinguidas. No por el vestir, no por las apariencias, sino porque amamos a la manera de Dios. En esto se notará que en verdad somos santos. De hecho la Iglesia reconoce a alguien como santo no porque hizo milagros, sino porque vivió el amor en grado heroico. Y no hay mayor amor que dar la vida por el otro (cfr. Juan 13,1). ¿Seremos capaces de dar la vida por el otro poco a poco, en el día a día, en la rutina de nuestra vida?

Por eso, Él es el Maestro por excelencia, porque nos enseña con su Palabra y su vida. Y nos enseña en esta Eucaristía, nos capacita para que sepamos amar de una manera diferente, distinta, santa.

Bien podría decirse de nosotros los cristianos: “En Pucón somos diferentes”. “En Santiago, en Viña, en Chile somos diferentes”. ¿Por qué? Porque amamos de un modo diferente, amamos a la manera de Dios.

Tremendo desafío es este, aparentemente irrealizable, pero con la ayuda de Dios todo es posible.

    Hermano Pastor Salvo Beas.