Primera predicación de Adviento 2019. ¡ Dichosa tú que creíste ! María en la Anunciación.
Viernes 06 de diciembre de 2019.
Cada año la liturgia nos prepara a Navidad con tres guías: Isaías, Juan Bautista y Maria: el profeta, el precursor y la madre. El primero lo anunció desde lejos, el secundo lo señaló presente en el mundo, la madre lo llevó en su seno. Por esto Adviento 2019 he pensado de confiarnos enteramente a la Madre de Dios. Nadie mejor que ella puede predisponernos a celebrar con fruto el nacimiento de Jesús. Ella no ha celebrado el Adviento, sino que lo ha vivido en su carne. Como cada mujer embarazada, ella sabe qué significa estar “en la espera” y puede ayudarnos a esperar, en sentido fuerte y existencial, la venida del Redentor. Contemplaremos la Madre de Dios en los tres momentos en los cuales la misma Escritura la presenta en el centro de los acontecimientos: la Anunciación, la Visitación y Navidad.
1. “Heme aquí, yo soy la esclava del Señor…”
Empiézanos contemplando Maria en la Anunciación. Cuando María llega a la
casa de Isabel, ésta la acoge con gran alegría y, “llena del Espíritu
Santo”, exclamó: ¡Dichosa tú que creíste! Porque se cumplirá lo que el
Señor te anunció. (Lc 1, 45). El evangelista Lucas se sirve del episodio
de la Visitación como medio para mostrar lo que se había cumplido en el
secreto de Nazaret y que sólo en el diálogo con una interlocutora podía
manifestarse y asumir un carácter objetivo y público.
Lo grandioso que había ocurrido en Nazaret, después del saludo del
ángel, es que María “ha creído” y así se convirtió en “Madre del Señor”.
No hay dudas de que este haber creído se refería a la respuesta de
María al ángel: Yo soy la esclava del Señor: que se cumpla en mí tu
palabra (Lc 1, 38). Con estas simples y pocas palabras se consumó el
acto de fe más grande y decisivo en la historia del mundo. Esta palabra
de María representa “el vértice de todo comportamiento religioso delante
de Dios, porque ella expresa, de la manera más elevada, la
disponibilidad pasiva unida a la prontitud activa, el vacío más profundo
que se acompaña con la más plenitud más grande” . Con esta respuesta
–escribe Orígenes- es como si María dijera a Dios: “Heme aquí, soy una
tablilla para escribir: que el Escritor escriba lo que desea, que el
Señor haga en mí lo que él quiera” . Él compara a María con una tablilla
encerada que se usaba, en su tiempo, para escribir. Hoy diríamos que
María se ofrece a Dios como una página en blanco, sobre la cual él puede
escribir lo que quiera.
“En un instante que no se desvanece nunca más y que permanece válido
para toda la eternidad, la palabra de María fue la palabra de la
humanidad y su “sí”, el amén de toda la creación al “sí” de Dios” (K.
Rahner). En él es como si Dios interpelara de nuevo la libertad creada,
ofreciéndole una posibilidad de redención. Es este el sentido profundo
del paralelismo: Eva-María, querido a los Padres y a toda la tradición.
“Lo que Eva unió con su incredulidad, María lo deshizo con su fe” .
De las palabras de Isabel: “Dichosa tú que creíste”, se ve cómo ya en el
Evangelio, la maternidad divina de María no es entendida sólo como
maternidad física, sino mucho más como maternidad espiritual, fundada en
la fe. En eso se basa san Agustín cuando escribe: “La Virgen María dio a
luz creyendo, lo que había concebido creyendo… Después de que el ángel
hubiera hablado, ella, llena de fe (fide plena), concibiendo a Cristo
primero en el corazón que en el seno, respondió: Yo soy la esclava del
Señor: que se cumpla en mí tu palabra” . A la plenitud de la gracia por
parte de Dios, corresponde la plenitud de la fe de parte de María; al
“gracia plena”, la “fe plena”.
2.Sola con Dios
A primera vista, lo de María fue un acto de fe fácil e incluso
descontado. Convertirse en madre de un rey que reinaría eternamente
sobre la casa de Jacob, ¡madre del Mesías! ¿No era lo que toda jovencita
hebrea soñaba ser? Sin embargo, esto es un modo de razonar humano y
carnal. La verdadera fe no es un privilegio o un honor, sino que es
siempre un morir un poco, y así fue sobre todo la fe de María en este
momento. Primero que nada, Dios no engaña nunca, no tironea nunca a las
creaturas a un consenso solapadamente, escondiéndole las consecuencias,
lo que van a encontrar.
Lo vemos en todas los grandes llamados de Dios. A Jeremías preanuncia:
Lucharán contra ti (Jer 1, 19) y sobre Saulo, le dice a Ananías: Yo le
mostraré lo que tiene que sufrir por mi nombre. (Hc 9, 16). Sólo con
María, para una misión como la suya, ¿habría actuado de modo diverso? A
la luz del Espíritu Santo, que acompaña el llamado de Dios, ella
ciertamente vislumbró que también su camino no sería diferente al de
todos los demás llamados. Pronto Simeón pondrá en palabras este
presentimiento, cuando le dirá que una espada atravesará su alma.
Sin embargo, ya sobre el plano simplemente humano, María se encuentra en
una soledad total. ¿A quién puede explicarle lo que le sucedió? ¿Quién
le podrá creer cuando diga que el niño que lleva en su seno es “obra del
Espíritu Santo”? Esto nunca ocurrió antes de ella y no ocurrirá nunca
después de ella. María conocía ciertamente lo que estaba escrito en el
libro de la ley: que si la jovencita, al momento de la boda, no fuera
encontrada en estado de virginidad, debería ser sacada a la puerta de su
casa paterna y apedreada por la gente de la ciudad (cfr. Dt 22, 20 s).
En la actualidad, hablamos del riesgo de la fe, entiendo, por lo
general, con eso, el riesgo intelectual; pero ¡para María se trató de un
riesgo real! Carlo Carretto, en su libro sobre la Virgen, narra cómo
llega a descubrir la fe de María. Cuando vivía en el desierto, se había
enterado de parte de algunos de sus amigos Tuareg que una muchacha del
campamento había estado prometida a un joven, pero que no había ido a
vivir con él, siendo demasiado joven. Había ligado este hecho con lo que
Lucas dice de María. Así es cómo después de dos años, al volver a pasar
por el mismo campamento, pide noticias sobre la muchacha. Notó una
cierta inquietud entre sus interlocutores y más tarde uno de ellos,
acercándose con gran secreto, hizo una señal: pasó una mano sobre la
garganta con el gesto característico de los árabes cuando quieren decir:
“Ha sido degollada”. Se había descubierto que estaba embarazada antes
del matrimonio y el honor de la familia exigía ese fin. Entonces, volvió
a pensar en María, ante la mirada despiadada de la gente de Nazaret, a
los guiños, entendió la soledad de María, y esa misma noche la eligió
como compañera de viaje y maestra de su fe .
Ella es la única que creyó en “situación de contemporaneidad”, es decir,
mientras las cosas iban sucediendo, antes de cualquier confirmación y
de cualquier convalidación por parte de los eventos y de la historia .
Creyó en total soledad. Jesús dijo a Tomás: ¡Porque me has visto, has
creído; felices los que crean sin haber visto! (Jn 20, 29): María es la
primera de aquellos que creyeron sin haber todavía visto.
En una situación similar, cuando también se había prometido a Abrahán un
hijo aunque estaba en edad tardía, la Escritura dice, casi con aire de
triunfo y de estupor: Abrahán creyó al Señor y el Señor se lo tuvo en
cuenta para su justificación (Gen 15, 6). ¡Cuánto ahora se dice más
triunfalmente de María! María tuvo fe en Dios y eso le fue acreditado
como justicia. El acto de justicia más grande jamás realizado en la
tierra de parte de un ser humano, después del de Jesús, que, de todos
modos, era también Dios.
San Pablo dice que Dios ama a quien da con alegría (2 Cor 9, 7) y María
dijo su “sí” a Dios con alegría. El verbo con el cual María expresa su
consenso, y que se traduce con “fiat” o con “se haga”, en el original,
está en un modo optativo (génoito); esto no expresa una simple
aceptación resignada, sino un vivo deseo. Como si dijera: “Deseo también
yo, con todo mi ser, lo que Dios desea; se cumpla rápidamente lo que él
quiere”. En verdad, como decía san Agustín, antes incluso que en su
cuerpo, María concibió a Cristo en su corazón.
Sin embargo, María no dijo “fiat” que es una palabra latina; no dijo ni
siquiera “génoito” que es una palabra griega. ¿Qué dijo entonces? ¿Cuál
es la palabra que, en la lengua hablada por María, corresponde de modo
más cercano a esta expresión? ¿Qué decía un hebreo cuando quería decir
“así sea”? Decía “¡amén!” Si es lícito remontarse, con una reflexión
devota, a la ipsissima vox, a la palabra exacta salida de la boca de
María –o al menos a la palabra que había, en este punto, en la fuente
judaica usada por Lucas-, esta debe haber sido propiamente la palabra
“amén”. Amén –palabra hebraica, cuya raíz significa solidez, certeza-
era usada en la liturgia como respuesta de fe a la palabra de Dios. Cada
vez que, al final de ciertos Salmos, en la Vulgata se lee “fiat, fiat”
(en la versión de los Setenta: génoito, génoito), el original hebraico,
conocido por María, dice: ¡Amén, amén!
Con el “amén” se reconoce lo que ha sido dicho como palabra estable,
válida y vinculante. Su traducción exacta, cuando es una respuesta a la
palabra de Dios, es la siguiente: “Así es y que así sea”. Indica fe y
obediencia juntas; reconoce que lo que Dios dice es verdadero y uno se
somete. Es decir “sí” a Dios. En este sentido, lo encontramos en la
misma boca de Jesús: “Sí amen, Padre, porque esa ha sido tu elección…”
(cfr. Mt 11, 26). De hecho, él es el Amén personificado: Así dice el
Amén… (Ap 3, 14) y es por medio de él que cada “amén” pronunciado sobre
la tierra sube entonces a Dios (cfr. 2 Cor 1, 20). Como el “fiat” de
María anticipa al de Jesús en el Getsemaní, así su “amén” anticipa al de
su Hijo. También María es una “amén” personificado a Dios.
3.En la estela de María
Como la estela de un bello barco va ensanchándose hasta desaparecer y
perderse en el horizonte, pero que comienza con una punta, que es la
punta misma del barco, así es la inmensa estela de los creyentes que
forman la Iglesia. Esta comienza con una punta y esta punta es la fe de
María, su “fiat”. La fe, junto con su hermana la esperanza, es lo único
que no comienza con Cristo, sino con la Iglesia y por lo tanto, con
María, que es el primer miembro, en orden de tiempo y de importancia.
Nunca el Nuevo Testamento atribuye a Jesús la fe y la esperanza. La
carta a los Hebreos nos da una lista de aquellos que tuvieron fe: Por fe
Abel… Por fe, Abraham… Por fe, Moisés… (Heb 11, 4 ss). Sin embargo,
esta lista no incluye a Jesús. Jesús es llamado “autor y consumador de
la fe” (Heb 12, 2), no uno de los creyentes, aunque pudiera ser el
primero.
Por el solo hecho de creer, nos encontramos entonces en la estela de
María y queremos ahora profundizar qué significa seguir realmente su
estela. Al leer lo que respecta a la Virgen en la Biblia, la Iglesia ha
seguido, hasta el tiempo de los Padres, una criterio que se puede
expresar así: “María, vel Ecclesia, vel anima”, María, o sea la Iglesia,
o sea el alma. El sentido es que lo que en la Escritura se dice
especialmente de María, se entiende universalmente de la Iglesia y lo
que se dice universalmente de la Iglesia se entiende singularmente para
cada alma creyente.
Ateniéndonos también nosotros a este principio, vemos ahora lo que la fe
de María tiene para decir primero a la Iglesia en su conjunto y después
a cada uno de nosotros, es decir a cada alma individual. Aclaramos
primero las implicancias eclesiales o teológicas de la fe de María y
después las personales o ascéticas. De este modo, la vida de la Virgen
no sirve sólo para acrecentar nuestra devoción privada, sino también
nuestra comprensión profunda de la Palabra de Dios y de los problemas de
la Iglesia.
María nos habla primero de la importancia de la fe. No existe sonido, ni
música allí donde no hay un oído capaz de escuchar, por cuanto resuenan
en el aire melodías y acordes sublimes. No hay gracia, o la menos la
gracia no puede operar, si no encuentra la fe que la acoge. Como la
lluvia no puede hacer germinar nada hasta que no encuentra la tierra que
la acoge, así es la gracia sino encuentra la fe. Es por la fe que
nosotros somos “sensibles” a la gracia. La fe es la base de todo; es la
primera y la más “buena” de las obras para cumplir. Obra de Dios es
esta, dice Jesús: que crean (cfr. Jn 6, 29). La fe es así importante
porque es la única que mantiene a la gracia su gratuidad. No busca
invertir las partes, haciendo de Dios un deudor y del hombre un
acreedor. Por esto, la fe es tan querida a Dios que hace depender de
ella prácticamente todo, en sus relaciones con el hombre.
Gracia y fe: son puestos, de este modo, los dos pilares de la salvación;
se da al hombre los dos pies para caminar y las dos alas para volar.
Sin embargo, no se trata de dos cosas paralelas, casi como que de Dios
viniera la gracia y de nosotros la fe, y la salvación dependiera así, en
partes iguales, de Dios y de nosotros, de la gracia y de la libertad.
Sería una problema que alguno pensara: la gracia depende de Dios, pero
la fe depende de mí; ¡juntos, yo y Dios hacemos la salvación! Habremos
hecho de Dios, de nuevo, un deudor, alguien que depende de algún modo de
nosotros y que debe compartir con nosotros el mérito y la gloria. San
Pablo disipa todas las dudas cuando dice: Ustedes han sido salvados por
la fe (es decir el creer, o más globalmente, el ser salvos por gracia
mediante la fe, que es la misma cosa) no por mérito propio, sino por la
gracia de Dios; y no por las obras, para que nadie se gloríe (Ef 2, 8s).
Incluso en María el acto de fe fue suscitado por la gracia del Espíritu
Santo.
Lo que ahora nos interesa es resaltar algunos aspectos de la fe de María
que pueden ayudar a la Iglesia de hoy a creer más plenamente. El acto
de fe de María es extremadamente personal, único e irrepetible. Es un
confiar en Dios y un confiarse completamente a Dios. Es una relación de
persona a persona. Esto se llama fe subjetiva. El acento está aquí en el
hecho de creer, más que en las cosas creidas. Sin embargo, la fe de
María es también extremadamente objetiva, comunitaria. Ella no cree en
un Dios subjetivo, personal, aislado de todo, y que se revela sólo a
ella en secreto. Por el contrario, cree en el Dios de los Padres, el
Dios de su pueblo. Reconoce en el Dios que se le revela, al Dios de las
promesas, al Dios de Abraham y de su descendencia.
Ella se incluye humildemente en el grupo de los creyentes, se convierte
en la primera creyente de la nueva alianza, como Abraham fue el primer
creyente de la antigua alianza. El Magnificat está lleno de esta fe
basada en las Escrituras y de referencias a la historia de su pueblo. El
Dios de María es un Dios de características típicamente bíblicas:
Señor, Poderoso, Santo, Salvador. María no le habría creído al ángel, si
le hubiera revelado un Dios diferente, que ella no hubiera podido
reconocer como el Dios de su pueblo Israel. Incluso externamente, María
se adecua a esta fe. De hecho, se comporta sujeta a todas las
prescripciones de la ley; hace circuncidar al Niño, lo presenta en el
templo, se somete ella misma al rito de la purificación, sube a
Jerusalén para la Pascua.
Ahora, todo esto es para nosotros de gran enseñanza. También la fe, como
la gracia, ha estado sujeta, a lo largo de los siglos, a un fenómeno de
análisis y de fragmentación, para lo cual hay especies y subespecies de
fe innumerables. Los hermanos protestantes, por ejemplo, valorizan más
el primer aspecto, subjetivo y personal de la fe. “Fe –escribe Lutero-
es una confianza viva y audaz en la gracia de Dios”; es una “firme
confianza” . En algunas corrientes del protestantismo, como en el
Pietismo, donde esta tendencia está llevada al extremo, los dogmas y las
llamadas verdades de fe no tienen casi ninguna relevancia. El
comportamiento interior, personal, hacia Dios es lo más importante y
casi exclusivo.
Por el contrario, en la tradición católica y ortodoxa, hasta la
antigüedad, ha tenido una importancia grandísima el problema de la recta
fe o de la ortodoxia. Prontamente, el problema de las cosas a creer
adquiere una posición de gran ventaja sobre el aspecto subjetivo y
personal del creer, es decir sobre el acto de la fe. Los tratados de los
Padres, intitulados “Sobre la fe” (De Fide) no mencionan ni siquiera la
fe como acto subjetivo, como confianza y abandono, sino que se
preocupan de establecer cuáles son las verdades a creer en comunión con
todas la Iglesia, en polémica contra los herejes. Después de la Reforma,
en reacción al hincapié unilateral de la fe-confianza, esta tendencia
se acentúa en la Iglesia católica. Creer significa principalmente
adherir al credo de la Iglesia. San Pablo decía que “con el corazón
creemos para ser justos, con la boca confesamos” (cfr. Rm 10, 10): la
“confesión” de la recta fe ha tomado prontamente una posición de ventaja
sobre el “creer con el corazón”.
María nos lleva a redescubrir, también en este campo, “la totalidad” que
es tanto más rica y más bella que cada su particular. No basta con
tener una fe sólo subjetiva, una fe que sea un abandonarse a Dios en la
intimidad de la propia conciencia. Por este camino, es tan fácil reducir
a Dios a la propia medida. Esto sucede cuando se hace una idea propia
de Dios, basada sobre una propia interpretación personal de la Biblia, o
sobre la interpretación del propio grupo restringido, y después se
adhiere a ella con toda la fuerza, incluso también con fanatismo, sin
darse cuenta de que para ese entonces se está creyendo en sí mismo más
que en Dios y que toda aquella confianza incontrolable en Dios, no es
más que una confianza en sí mismos.
Sin embargo, no basta siquiera una fe sólo objetiva y dogmática, si esta
no realiza el contacto íntimo y personal, de yo a vos, con Dios. Ésta
se convierte fácilmente en una fe muerta, un creer por medio de otra
persona o de la institución, que colapsa a penas entra en crisis, por
cualquier razón, la relación con la institución que es la Iglesia. De
este modo, es fácil que un cristiano llegue al final de la vida, sin
haber nunca hecho un acto de fe libre y personal, que es el único que
justifica el nombre de “creyente”.
Es necesario, entonces, creer personalmente, pero en la Iglesia; creer
en la Iglesia, pero personalmente. La fe dogmática de la Iglesia no
mortifica el acto personal y la espontaneidad del creer, sino que lo
preserva y permite conocer y abrazar a un Dios inmensamente más grande
que el de mi pobre experiencia. De hecho, ninguna creatura es capaz de
abrazar, con su acto de fe, todo lo que de Dios se puede conocer. La fe
de la Iglesia es como el gran angular que permite ver y fotografiar, de
un panorama, una porción mucho más vasta del simple objetivo. En el
unirme a la fe de la Iglesia, hago mía la fe de todos los que me han
precedido: de los apóstoles, de los mártires, de los doctores. Los
Santos, al no poder llevarse consigo la fe la cielo –donde no sirve
más-, la dejaron en herencia a la Iglesia.
Hay una fuerza increíble contenida en aquellas palabras: “Yo creo en
Dios Padre Todopoderoso…”. Mi pequeño “yo”, unido y fusionado con lo
enorme de todo el cuerpo místico de Cristo, pasado y presente, forma un
grito más potente que el fragor del mar que hace temblar desde los
fundamentos al reino de las tinieblas.
4.¡Creamos también nosotros!
Pasamos ahora a considerar las implicancias personales y ascéticas que
surgen de la fe de María. San Agustín, después de haber afirmado, en el
texto citado anteriormente, que María “llena de fe, dio a luz creyendo a
quien había concebido creyendo”, trae una aplicación práctica diciendo:
“María creyó y en ella se cumplió lo que creyó. Creamos también
nosotros, para que lo que se cumplió en ella pueda ser beneficioso
también para nosotros” .
¡Creamos también nosotros! Contemplar la fe de María nos mueve a renovar
sobre todo nuestro acto de fe personal y de abandono en Dios.
¿Qué se debe hacer entonces? Es simple: después de haber orado, para que
no sea una cosa superficial, decir a Dios con las palabras mismas de
María: “¡Heme aquí, soy el esclavo, o la esclava, del Señor: hágase en
mí según tu palabra!”. Digo amén, sí, mi Dios, a todo tu proyecto, ¡me
cedo a mí mismo!
Debemos recordar que María dijo su “fiat” en un modo optativo, con deseo
y alegría. Cuántas veces nosotros repetimos aquellas palabras con un
estado de ánimo de resignación mal escondida, como quien, inclinando la
cabeza, dice con sus dientes apretados: “Si no se puede prescindir, ¡que
se haga tu voluntad!” María nos enseña a decirlo de modo diverso.
Sabiendo que la voluntad de Dios es infinitamente más bella y más rica
de promesas, que cada proyecto nuestro; sabiendo que Dios es amor
infinito y que tiene para nosotros “designios de prosperidad y no de
desgracia” (cfr. Jer 29, 11), nosotros decimos, llenos de deseo y casi
con impaciencia, como María: “¡Que se cumpla rápido sobre mí, oh Dios,
tu voluntad de amor y de paz!”.
Con esto se realiza el sentido de la vida humana y su más grande
dignidad. Decir “sí”, “amén”, a Dios no humilla la dignidad del hombre,
como piensa a veces el hombre de hoy, sino que la exalta. Por lo demás,
¿cuál es la alternativa a este “amén” dicho a Dios? Justamente el
pensamiento contemporáneo que ha hecho del análisis de la existencia su
objeto primario, demostró claramente que decir “amén” es necesario y
sino se le dice a Dios que es amor, se lo debe decir a cualquier otra
cosa que es una necesidad fría y paralizante: al destino, a la suerte.
5.“El justo vivirá por la fe”
Todos deben y pueden imitar a María en su fe, pero en modo particular
debe hacerlo el sacerdote y cualquiera que esté llamado, de alguna
manera, a transmitir a otros la fe y la Palabra. “El justo –dice Dios-
vivirá por la fe” (cfr. Habacuc 2, 4: Rm 1, 17): esto vale,
especialmente, para el sacerdote: Mi sacerdote –dice Dios- vivirá por la
fe. Él es el hombre de la fe. El peso específico de un sacerdote está
dado por su fe. Él influirá en las almas en la medida de su fe. La tarea
del sacerdote o del pastor en medio del pueblo, no es sólo la de ser
distribuidor de los sacramentos y de los servicios, sino también la de
suscitar y testimoniar la fe. Él será verdaderamente el que guía, que
lleva, en la medida en que crea y haya cedido su libertad a Dios, como
María.
El gran signo esencial, el que los fieles captan inmediatamente en un
sacerdote y en un pastor es si “cree”: si cree en lo que dice y en lo
que celebra. Quien busca en el sacerdote sobre todo a Dios, lo nota
rápidamente; quien no busca en él a Dios, puede ser engañado fácilmente y
llevar a engaño al mismo sacerdote, haciéndolo sentir importante,
brillante, actualizado, mientras que, en realidad, él también es, como
se decía en el capítulo anterior, un hombre “vacío”. Incluso el no
creyente que se acerca al sacerdote con un espíritu de búsqueda,
entiende la diferencia rápidamente. Lo que lo provocará y que podrá
hacerlo entrar en crisis beneficiosamente, no son en general las más
eruditas discusiones de fe, sino la simple fe. La fe es contagiosa. Así
como no se adquiere un contagio, escuchando hablar de un virus o
estudiándolo, sino poniéndose en contacto, así sucede con la fe.
La fuerza de un servidor de Dios es proporcionada con la fuerza de su
fe. A veces se sufre e incluso se lamenta en la oración con Dios, porque
la gente abandona la Iglesia, no deja el pecado, porque hablamos
hablamos y no sucede nada. Un día los apóstoles intentaron expulsar el
demonio de un pobre muchacho pero sin lograrlo, se acercaron a Jesús y a
parte le preguntaron: ¿Por qué nosotros no pudimos expulsarlo? Él les
contestó: Porque ustedes tienen poca fe (Mt 17, 19-20). Cada vez que,
delante de un fracaso pastoral o de un alma que se alejaba de mí sin
lograr ayudarla, sentí aflorar en mí aquella pregunta de los apóstoles:
¿Por qué nosotros no pudimos expulsarlo?, escuché responderme también yo
en lo más íntimo: “¡Porque tienes poca fe!”. Y callé.
Como habíamos dicho, el mundo está surcado por la estela de un bello
barco, que es la estela de fe abierta por María. Entremos en esta
estela. Creamos también nosotros para que lo que se actualizó en ella se
actualice también en nosotros. Invoquemos a la Virgen con el dulce
título de Virgo fidelis: ¡Virgen creyente, ruega por nosotros!
1.H. SHÜRMANN, Das Lukasevangelium, Friburgo en Br. 1982, ad loc. (trad. ital. El Evangelio de Lucas, Paideia, Brescia 1983, p. 154)
2.ORÍGENES, Comentario al evangelio de Lucas, fragmento 18 (GCS, 49, p 227)
3.S. IRENEO, Contra las herejías, III, 22, 4 (SCh 211, p. 442 s).
4.S. AGUSTÍN, Discursos 215, 4 (PL 38, 1074).
5.C. CARRETTO, Beata tú que has creído, Ed. Paulinas 1986, pp. 9 ss.
6.S. KIERKEGAARD, Ejercicio del cristianismo I (ed. ital. por C. FABRO, Obras, Sansoni, Florencia 1972, pp. 693 ss).
7.LUTERO, Prefacio a la Epístola a los Romanos (ed. Weimar, Deutsche Bibel 7, p. 11) y De las buenas obras (ed. Weimar 6, p. 206).
Fuente : http://www.cantalamessa.org/?p=3809&lang=es