EDD. sábado 24 de noviembre de 2018
Primera lectura
Me fue dicho a mí, Juan:
«Aquí están dos testigos míos, estos son los dos olivos y los dos candelabros que están ante el Señor de la tierra. Y si alguien quiere hacerles daño, sale un fuego de su boca y devora a sus enemigos; y si alguien quisiera hacerles daño, es necesario que muera de esa manera. Estos tienen el poder de cerrar el cielo, para que no caiga lluvia durante los días de su profecía, y tienen poder sobre las aguas para convertirlas en sangre y para herir la tierra con toda clase de plagas siempre que quieran.
Y cuando hayan terminado su testimonio, la bestia que sube del abismo les hará la guerra y los vencerá y los matará. Y sus cadáveres yacerán en la plaza de la gran ciudad, que se llama espiritualmente Sodoma y Egipto, donde también su Señor fue crucificado. Y gentes de los pueblos, tribus, lenguas y naciones contemplan sus cadáveres durante tres días y medio y no permiten que sus cadáveres sean puestos en un sepulcro. Y los habitantes de la tierra se alegran por ellos y se regocijan y se enviarán regalos unos a otros, porque los dos profetas fueron un tormento para los habitantes de la tierra».
Y después de tres días y medio, un espíritu de vida procedente de Dios entró en ellos, y se pusieron de pie, y un gran temor cayó sobre quienes los contemplaban. Y oyeron una gran voz del cielo, que les decía:
«Subid aquí».
Y subieron al cielo en una nube, y sus enemigos se quedaron mirándolos.
Palabra de Dios
Salmo
R/. ¡Bendito el Señor, mi alcázar!
V/. Bendito el Señor, mi Roca,
que adiestra mis manos para el combate,
mis dedos para la pelea. R/.
V/. Mi bienhechor, mi alcázar,
baluarte donde me pongo a salvo,
mi escudo y refugio,
que me somete los pueblos. R/.
V/. Dios mío, te cantaré un cántico nuevo,
tocaré para ti el arpa de diez cuerdas:
para ti que das la victoria a los reyes,
y salvas a David, tu siervo, de la espada maligna. R/.
Evangelio de hoy
En aquel tiempo, se acercaron algunos saduceos, los que dicen que no hay resurrección, y preguntaron a Jesús:
«Maestro, Moisés nos dejó escrito: “Si a uno se le muere su hermano, dejando mujer pero sin hijos, que tome la mujer como esposa y dé descendencia a su hermano». Pues bien, había siete hermanos; el primero se casó y murió sin hijos. El segundo y el tercero se casaron con ella, y así los siete, y murieron todos sin dejar hijos. Por último, también murió la mujer. Cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será la mujer? Porque los siete la tuvieron como mujer».
Jesús les dijo:
«En este mundo los hombres se casan y las mujeres toman esposo, pero los que sean juzgados dignos de tomar parte en el mundo futuro y en la resurrección de entre los muertos no se casarán ni ellas serán dadas en matrimonio. Pues ya no pueden morir, ya que son como ángeles; y son hijos de Dios, porque son hijos de la resurrección.
Y que los muertos resucitan, lo indicó el mismo Moisés en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor: “Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob”. No es Dios de muertos, sino de vivos: porque para él todos están vivos».
Intervinieron unos escribas:
«Bien dicho, Maestro».
Y ya no se atrevían a hacerle más preguntas.
Palabra del Señor
Al final de una tarea realizada, miramos atrás para saborearla. Nos gusta recrearnos en lo bien hecho, analizar cada paso y corregir algún posible error. Al final de la vida, nuestra gran tarea a saborear, a analizar, no será otra cosa que nuestra propia vida.
Muchos de nosotros hemos puesto todo nuestro empeño en una cosa: ser testigos del Señor, es decir, que nuestra vida, palabras y acciones muestren a Jesús.
No sabemos cómo será el cielo que se nos ha prometido, sólo sabemos que en aquél día se nos dirá: “mi siervo, amado, fiel”. Y podremos ver al Señor cara a cara.
Mi corazón se estremece tan sólo de pensarlo.
No obstante esa misión que se nos ha encomendado, no es un añadido en nuestra vida. O es el centro que determina todo cuanto somos o hacemos o simplemente no somos testigos.
Hoy celebramos la memoria de a San Andrés Dung-Lac junto con los otros 116 mártires vietnamitas de los siglos XVIII y XIX (ocho obispos, cincuenta sacerdotes, cincuenta y nueve laicos, hombres y mujeres de diferentes edades y condiciones , todos los cuales prefirieron el destierro, las cárceles, los tormentos y finalmente la muerte a renunciar a su fe. Su fortaleza es la fortaleza de los millones de católicos vietnamitas que a pesar del acoso y la discriminación que sufren, todavía en nuestros días, permanecen fieles, siendo testigos de la paz y la reconociliación.
Para ser testigo como ellos se necesita mucha audacia y mucha fe. Pidámosle al Señor, el testigo fiel, que nos enseñe y ayude a ser en verdad sus testigos en todas las situaciones de nuestra vida.