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EDD. lunes 06 de febrero de 2017.

Lunes de la quinta semana del tiempo ordinario

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Libro de Génesis 1,1-19.
Al principio Dios creó el cielo y la tierra.
La tierra era algo informe y vacío, las tinieblas cubrían el abismo, y el soplo de Dios se cernía sobre las aguas.
Entonces Dios dijo: «Que exista la luz». Y la luz existió.
Dios vio que la luz era buena, y separó la luz de las tinieblas;
y llamó Día a la luz y Noche a las tinieblas. Así hubo una tarde y una mañana: este fue el primer día.
Dios dijo: «Que haya un firmamento en medio de las aguas, para que establezca una separación entre ellas». Y así sucedió.
Dios hizo el firmamento, y este separó las aguas que están debajo de él, de las que están encima de él;
y Dios llamó Cielo al firmamento. Así hubo una tarde y una mañana: este fue el segundo día.
Dios dijo: «Que se reúnan en un solo lugar las aguas que están bajo el cielo, y que aparezca el suelo firme». Y así sucedió.
Dios llamó Tierra al suelo firme y Mar al conjunto de las aguas. Y Dios vio que esto era bueno.
Entonces dijo: «Que la tierra produzca vegetales, hierbas que den semilla y árboles frutales, que den sobre la tierra frutos de su misma especie con su semilla adentro». Y así sucedió.
La tierra hizo brotar vegetales, hierba que da semilla según su especie y árboles que dan fruto de su misma especie con su semilla adentro. Y Dios vio que esto era bueno.
Así hubo una tarde y una mañana: este fue el tercer día.
Dios dijo: «Que haya astros en el firmamento del cielo para distinguir el día de la noche; que ellos señalen las fiestas, los días y los años,
y que estén como lámparas en el firmamento del cielo para iluminar la tierra». Y así sucedió.
Dios hizo los dos grandes astros – el astro mayor para presidir el día y el menor para presidir la noche – y también hizo las estrellas.
Y los puso en el firmamento del cielo para iluminar la tierra,
para presidir el día y la noche, y para separar la luz de las tinieblas. Y Dios vio que esto era bueno.
Así hubo una tarde y una mañana: este fue el cuarto día.
Salmo 104(103),1-2a.5-6.10.12.24.35c.
Bendice al Señor, alma mía:
¡Señor, Dios mío, qué grande eres!
Estás vestido de esplendor y majestad
y te envuelves con un manto de luz.
Afirmaste la tierra sobre sus cimientos:
¡no se moverá jamás!
El océano la cubría como un manto,
las aguas tapaban las montañas;
Haces brotar fuentes en los valles,
y corren sus aguas por las quebradas.
Las aves del cielo habitan junto a ellas
y hacen oír su canto entre las ramas.
¡Qué variadas son tus obras, Señor!
¡Todo lo hiciste con sabiduría,
la tierra está llena de tus criaturas!
¡Bendice al Señor, alma mía!
Evangelio según San Marcos 6,53-56.
Después de atravesar el lago, llegaron a Genesaret y atracaron allí.
Apenas desembarcaron, la gente reconoció en seguida a Jesús,
y comenzaron a recorrer toda la región para llevar en camilla a los enfermos, hasta el lugar donde sabían que él estaba.
En todas partes donde entraba, pueblos, ciudades y poblados, ponían a los enfermos en las plazas y le rogaban que los dejara tocar tan sólo los flecos de su manto, y los que lo tocaban quedaban curados.
Comentario del Evangelio por San Agustín (354-430), obispo de Hipona (África del Norte), doctor de la Iglesia. Sermón 306, passim.
«Los que tocaban el borde de su manto, se ponían sanos»
Todo hombre quiere ser feliz; no hay nadie que no lo quiera, y tan fuertemente, que lo desea por encima de todo. Aún más: todo lo que quiere además de esto, sólo lo quiere por eso. Los hombres van detrás de diferentes pasiones, uno ésta, el otro aquella; en el mundo hay también maneras distintas de ganarse la vida: cada uno escoge su profesión y la ejerce. Mas, cuando se comprometen en una forma de vida, todos los hombres actúan en ella buscando ser felices… ¿Qué cosa hay, pues, en esta vida capaz de hacer feliz, que todos la buscan pero que no todos la encuentran? Busquémosla…
Si pregunto a alguno: «¿Quieres vivir?», nadie estará tentado de contestarme: «No lo quiero»… Igualmente si pregunto: «¿Quieres vivir con buena salud?», nadie me responderá: «No quiero». La salud es un don precioso a los ojos del rico, y para el pobre es, a menudo, el único bien que posee… Todos están de acuerdo en amar la vida y la salud. Ahora bien, cuando el hombre goza de vida y de una buena salud, ¿se puede contentar con esto?…
Un joven rico preguntó al Señor: «Maestro bueno, ¿qué debo hacer para heredar la vida eterna?» (Mc 10,17). Temía morir y no podía escapar de morir… Sabía que una vida con dolores y tormentos no es una vida, sino que más bien debería llamarse muerte… Sólo la vida eterna puede ser feliz. La salud y la vida de aquí abajo nadie os la asegura, teméis mucho perderla: llamad a eso «siempre temer» y no «siempre vivir»… Si nuestra vida no es eterna, si no puede eternamente llenar nuestros deseos, no puede ser feliz, e incluso no es una vida… Cuando entremos en aquella vida de allá, estaremos seguros que permaneceremos siempre en ella. Tendremos la certeza de poseer eternamente la verdadera vida, sin ningún temor, porque estaremos en el Reino del cual se ha dicho: «Y su reino no tendrá fin» (Lc 1,33).