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EDD. martes 31 de enero de 2017

Martes de la cuarta semana del tiempo ordinario.

Carta a los Hebreos 12,1-4.
Hermanos:
Ya que estamos rodeados de una verdadera nube de testigos, despojémonos de todo lo que nos estorba, en especial del pecado, que siempre nos asedia, y corramos resueltamente al combate que se nos presenta.
Fijemos la mirada en el iniciador y consumador de nuestra fe, en Jesús, el cual, en lugar del gozo que se le ofrecía, soportó la cruz sin tener en cuenta la infamia, y ahora está sentado a la derecha del trono de Dios.
Piensen en aquel que sufrió semejante hostilidad por parte de los pecadores, y así no se dejarán abatir por el desaliento.
Después de todo, en la lucha contra el pecado, ustedes no han resistido todavía hasta derramar su sangre.
Salmo 22(21),26b-27.28.30.31-32.
Cumpliré mis votos delante de los fieles:
los pobres comerán hasta saciarse
y los que buscan al Señor lo alabarán.
¡Que sus corazones vivan para siempre!
Todos los confines de la tierra
se acordarán y volverán al Señor;
todas las familias de los pueblos
se postrarán en su presencia.
Todos los que duermen en el sepulcro
se postrarán en su presencia;
todos los que bajaron a la tierra
doblarán la rodilla ante él,
y los que no tienen vida
Glorificarán su poder.
Hablarán del Señor a la generación futura,
anunciarán su justicia
a los que nacerán después,
porque esta es la obra del Señor.
Evangelio según San Marcos 5,21-43.
Cuando Jesús regresó en la barca a la otra orilla, una gran multitud se reunió a su alrededor, y él se quedó junto al mar.
Entonces llegó uno de los jefes de la sinagoga, llamado Jairo, y al verlo, se arrojó a sus pies,
rogándole con insistencia: «Mi hijita se está muriendo; ven a imponerle las manos, para que se cure y viva».
Jesús fue con él y lo seguía una gran multitud que lo apretaba por todos lados.
Se encontraba allí una mujer que desde hacía doce años padecía de hemorragias.
Había sufrido mucho en manos de numerosos médicos y gastado todos sus bienes sin resultado; al contrario, cada vez estaba peor.
Como había oído hablar de Jesús, se le acercó por detrás, entre la multitud, y tocó su manto,
porque pensaba: «Con sólo tocar su manto quedaré curada».
Inmediatamente cesó la hemorragia, y ella sintió en su cuerpo que estaba curada de su mal.
Jesús se dio cuenta en seguida de la fuerza que había salido de él, se dio vuelta y, dirigiéndose a la multitud, preguntó: «¿Quién tocó mi manto?».
Sus discípulos le dijeron: «¿Ves que la gente te aprieta por todas partes y preguntas quién te ha tocado?».
Pero él seguía mirando a su alrededor, para ver quién había sido.
Entonces la mujer, muy asustada y temblando, porque sabía bien lo que le había ocurrido, fue a arrojarse a sus pies y le confesó toda la verdad.
Jesús le dijo: «Hija, tu fe te ha salvado. Vete en paz, y queda curada de tu enfermedad».
Todavía estaba hablando, cuando llegaron unas personas de la casa del jefe de la sinagoga y le dijeron: «Tu hija ya murió; ¿para qué vas a seguir molestando al Maestro?».
Pero Jesús, sin tener en cuenta esas palabras, dijo al jefe de la sinagoga: «No temas, basta que creas».
Y sin permitir que nadie lo acompañara, excepto Pedro, Santiago y Juan, el hermano de Santiago,
fue a casa del jefe de la sinagoga. Allí vio un gran alboroto, y gente que lloraba y gritaba.
Al entrar, les dijo: «¿Por qué se alborotan y lloran? La niña no está muerta, sino que duerme».
Y se burlaban de él. Pero Jesús hizo salir a todos, y tomando consigo al padre y a la madre de la niña, y a los que venían con él, entró donde ella estaba.
La tomó de la mano y le dijo: «Talitá kum», que significa: «¡Niña, yo te lo ordeno, levántate».
En seguida la niña, que ya tenía doce años, se levantó y comenzó a caminar. Ellos, entonces, se llenaron de asombro,
y él les mandó insistentemente que nadie se enterara de lo sucedido. Después dijo que le dieran de comer.
Comentario del Evangelio por San Cirilo de Alejandría (380-444), obispo y doctor de la Iglesia. Comentario sobre San Juan, IV.-
“cogió a la niña de la mano y le dijo: levántate!” (Mc 5,41).
Incluso para resucitar a los muertos, el Señor no se contenta con actuar con su palabra que contiene el poder de Dios. Como cooperadora, por decirlo de alguna manera, toma a su propia carne para demostrar que tiene el poder de dar la vida y para manifestar la divinidad en la carne. Esto sucedió cuando curó a la hija del jefe de la sinagoga. Diciéndole: -Niña, levántate!- la tomó de la mano. Como Dios, le dio la vida por una orden todopoderosa, y también le dio la vida por el contacto con su propia carne, testimoniando así que en su cuerpo y en su palabra reside un mismo poder divino que obra en el mundo. También, cuando llegó a una ciudad que se llamaba Naïm donde se llevaba a enterrar a un joven, hijo único de una viuda, tocó el ataúd diciendo: “Joven, a ti te lo digo: levántate!” (Lc 7,13-17).
Así que no sólo confiere a su palabra el poder de resucitar a los muertos sino que, para mostrar que su cuerpo es fuente de vida, toca a los muertos y por su carne les infunde nueva vida a los cadáveres. Si el sólo contacto con su carne sagrada vuelve la vida a los cuerpos en descomposición ¡cuánto provecho no encontraremos en la eucaristía, fuente de vida, cuando nos alimentamos de ella! El transformará en si misma, en su inmortalidad, a los que participan en ella.