(ZENIT – Madrid).- Hoy esta sección de ZENIT honra, junto a toda la Iglesia, a esta figura gigantesca, cuya trayectoria espiritual tiene un influjo de incuestionable riqueza en la historia, la ciencia, la música, la poesía, la naturaleza y el arte, entre otras disciplinas. Además de fundador, este dechado de virtudes fue peregrino en distintos países, apóstol en el Oriente, un hombre de paz. El patrimonio que ha legado a la Iglesia es inmenso. Su irrupción en la misma y en la sociedad fue un regalo del cielo en una época socio-política y eclesial compleja, la de la Edad Media en la que le tocó vivir. El prestigioso franciscanista P. Enrique Rivera ha explicado el alcance de la respuesta del Poverello al secularismo actual a través de tres grandes vertientes: sociología, historia y pensamiento. A la ausencia de Dios respondió con el testimonio de su íntimo diálogo con Jesús, cuya cumbre alcanza ante el Cristo de san Damián y en el monte Alverna.
Nació en Asís, Italia, en 1182. Era hijo del rico comerciante de tejidos Pietro di Bernardone y de la noble Pica. Le bautizaron con el nombre de Juan. Se formó con los canónigos de la parroquia y fue asiduo al hospital de San Jorge. Aunque procedía de una familia pudiente, a los 14 años ayudaba a su padre en la tienda. Después se fue desvinculando del compromiso laboral y de sus estudios, que no casaban con su proyecto de vida desenfadada a la que se entregó de lleno. Era un líder nato un tanto inconformista; un idealista en extremo, aunque todavía no sabía cómo encauzar sus sueños. Exhibía por la ciudad sus dotes poéticas y musicales, siguiendo la estela trovadoresca con la que emulaba a los caballeros. Por un lado, disipaba el dinero, y por otro, daba limosna a los pobres.
En 1198 se desató un grave conflicto entre la burguesía y los nobles de Asís, solventado con la instauración del régimen comunal. Se implicó en el litigio, luchó contra Perusa y fue apresado. Durante unos meses soportó el rigor de la prisión, y tras su liberación, en 1204 cayó enfermo. Fueron instantes de reflexión preparatorios para dar un vuelco decisivo a su vida. En 1205 se propuso combatir en Puglia según vio en un sueño, pero en Espoleto una fuerza interior le instó a regresar. Se dijo: «Señor, ¿qué quieres que haga?», aunque de momento siguió con sus costumbres. Pero Dios se hizo notar en su corazón ese mismo año invadiéndole con gran dulzura.
La prodigalidad con los pobres y su compasión hacia ellos comenzaron a adueñarse de él. Su oración vivificaba un amor que iba in crescendo. Rogó a Dios su ayuda, y Él le exigió la total donación de sí; debía elegir lo que más le costase. Una vez se vio frente a un leproso, y superó su repugnancia besándolo; lo tomó como un don del cielo. A continuación, experimentó un intenso aborrecimiento de su vida pasada y se dispuso a iniciar un camino sin retorno. Se puso al servicio de estos enfermos y compartió con ellos su vida.
Un fuego interior le consumía. La necesidad de oración y soledad eran cada vez más intensas, y se redoblaban las pruebas. Luchó contra sí mismo y obtuvo el don de la fidelidad. El Cristo del crucifijo de San Damián le pidió que reparara su Iglesia. Entendió que se refería a la ruinosa capilla, y en Foligno vendió su caballo y mercancía del establecimiento paterno obteniendo los recursos para restaurarla. Se afincó en San Damián sin contar con la venia de su progenitor, que montó en cólera. Puesto en la tesitura de elegir, se abrazó a la pobreza, desprendiéndose de sus vestiduras ante el prelado de Asís. Previamente, su frustrado padre lo había mantenido recluido y golpeado, sin vencer su voluntad.
En 1208 escuchó en misa el texto evangélico de (Mt 10, 5-15), y se lo aplicó. Vio que el desprendimiento absoluto y la penitencia eran su destino; en ello se encerraba la idea de restauración. Se vistió con una humilde túnica ceñida con un cordón y se hizo pobre con los pobres en medio del desprecio y mofas de sus conocidos, con la alegría de verse convertido en un mendigo. En la Porciúncula se congregaron numerosos jóvenes que querían seguir esa vida de penitencia. Con ellos fundó la Orden de Frailes Menores, aprobada por Inocencio III. Su saludo era: «La paz del Señor sea contigo». Amaba tanto a la Virgen que puso su obra bajo su protección, y como recuerda su biógrafo Celano:«cobijó bajo sus alas a los hijos que debía abandonar para que Ella los favoreciese y auxiliase».
Encarnaba fielmente el evangelio. Se acusaba de sus faltas y se castigaba públicamente. Inundado de gozo multiplicaba por todas las vías los dones que iba recibiendo. «¿Qué son los siervos de Dios –decía a sus frailes– sino juglares suyos que deben levantar los corazones de la gente y entusiasmarlos con su alegría espiritual?». En 1212 santa Clara se unió a su carisma dando lugar a la fundación de las clarisas. En 1224, hallándose en el monte Alverna, recibió los estigmas de la Pasión, y antes el don de milagros y de profecía. Devotísimo de la Eucaristía, fue agraciado con numerosas revelaciones. Lidió con graves problemas dentro de su Orden, y sufrió extremadamente con los estigmas y la grave lesión ocular padecida en los últimos años de su vida.
Casi ciego en 1224 compuso el bellísimo Cántico de las criaturas. Era una consecuencia inmediata del amor que sentía por Dios; las criaturas son reflejo de la perfección divina. Y ante este espectáculo de la creación entera elevó su cántico a Dios Padre. Así es como vivió la presencia de la paternidad de Dios en todas las criaturas, a las que trataba como hermanas. Sin embargo, esta peculiar ternura del Poverello hacia los seres irracionales en los que percibía alguna semejanza con Dios no ha sido bien comprendida. Pero ahí están magníficos estudios, rigurosos como los del mencionado Rivera de Ventosa, que permiten constatar cuán lejos estaba el santo de concepciones panteístas, hinduistas o románticas, como a veces se ha afirmado. Murió en el suelo el 3 de octubre de 1226. Gregorio IX lo canonizó el 16 de julio de 1228.